domingo, 13 de abril de 2014

Nosotros (los hijos bastardos de Bolívar)



Plac. Un, dos, tres. Plac. Cinco, seis, siete. Plac. Ocho. Plac.
 
            Él recordaba como el sol quemaba sus sienes. Hacía calor. Derrochaba sol, brotaban grotescas lágrimas de su piel. Hace algunos años inventaron la ceguera, imagino que en un día de calor como este. Él usaba el casco y el orbe se distorsionaba, justo después de un comando. Plac. Llegaron gritando,  acusándoles de traidores, los hijos bastardos de Bolívar. Frunció el ceño, tratando de recordar al padre que nunca conoció, un rostro ajeno a él en el cual buscaba mirarse con compasión en los ojos. Y nada más.

Los han diseñado indestructibles contra todo menos la inmolación del espíritu. Debajo del chaleco se incinera su voluntad. Plac. Ella se acerca. Vocifera himnos de gloria. Ella sostiene una rosa entre sus manos y se la ofrece a su impotencia. Ha cortado todas las espinas del tallo para no herirlo. Para no herirse. Ella proclama unión aunque lo mira con lástima porque sabe que no puede verla. Un día como hoy inventaron la ceguera y sé que hacía calor. Habían avanzado demasiado y ya no podía permitirlo, aunque su cuerpo anhelaba descubrir la risa de su sangre.

Tuvo que retenerla. Ella insistía, todos insistían. Arremetió su cuerpo contra ella y escuchó la irregularidad de su diafragma, el aliento robado. Se preguntó cuál será su color favorito. Se preguntó si ella, también, despierta algunos días odiando todo. Se preguntó si no puede dejar de cantar una vez que escucha cualquier melodía. Se preguntó si odia que le tomen fotos, si se esconde de la cámara, tierna y juguetona. No importaría, ya inmortalizó su sonrisa en un recuerdo. Aún se cuestionaba, quería saber si llora cada vez que se siente sola ante el espejo o si dobla las esquinas en sus libros e incluso si se atreve a blasfemarlos con un subrayado de lápiz, cuando la conmueve alguna organización perfecta de palabras. Plac.  

“Tú no te puedes enamorar porque la revolución no ama”. Meditó por varios segundos mis palabras y retomó el ritmo. Sé que intentaba sacudirse la ceguera y remplazarla por una mucho más peligrosa. Hacía calor.  El amor es siempre pobre y con recursos. Él también tenía hambre, todos teníamos hambre; no podíamos decir nada. Plac. Ella está en el suelo. La rosa yacía a cortos metros de él y la voz de su madre reprimiéndolo resonaba en sus oídos. Cada puñetazo le borraba la esperanza de la cara. Un, dos, tres. Plac. Cinco, seis, siete. Plac. Plac. Ocho. No advirtió que estaba llorando. Desvié mi mirada para no incomodarlo. El soldado interrumpía cada sollozo con súplicas de perdón. Ella se retorcía debajo de sus piernas pero no hacía mayor intento de escapar. Aguantaba, orgullosa, se sentía libre.  No estaba ciega. Ocho nudillos, tenues pinceles que dibujaban con tinta morada el lienzo de su rostro. Plac. Plac. Plac. Era suficiente.

1 comentarios:

Dylan Forrester dijo...

Certera prosa.
Un abrazo solidario a ti y a toda Venezuela en su lucha.

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Nosotros (los hijos bastardos de Bolívar)

domingo, 13 de abril de 2014 ·



Plac. Un, dos, tres. Plac. Cinco, seis, siete. Plac. Ocho. Plac.
 
            Él recordaba como el sol quemaba sus sienes. Hacía calor. Derrochaba sol, brotaban grotescas lágrimas de su piel. Hace algunos años inventaron la ceguera, imagino que en un día de calor como este. Él usaba el casco y el orbe se distorsionaba, justo después de un comando. Plac. Llegaron gritando,  acusándoles de traidores, los hijos bastardos de Bolívar. Frunció el ceño, tratando de recordar al padre que nunca conoció, un rostro ajeno a él en el cual buscaba mirarse con compasión en los ojos. Y nada más.

Los han diseñado indestructibles contra todo menos la inmolación del espíritu. Debajo del chaleco se incinera su voluntad. Plac. Ella se acerca. Vocifera himnos de gloria. Ella sostiene una rosa entre sus manos y se la ofrece a su impotencia. Ha cortado todas las espinas del tallo para no herirlo. Para no herirse. Ella proclama unión aunque lo mira con lástima porque sabe que no puede verla. Un día como hoy inventaron la ceguera y sé que hacía calor. Habían avanzado demasiado y ya no podía permitirlo, aunque su cuerpo anhelaba descubrir la risa de su sangre.

Tuvo que retenerla. Ella insistía, todos insistían. Arremetió su cuerpo contra ella y escuchó la irregularidad de su diafragma, el aliento robado. Se preguntó cuál será su color favorito. Se preguntó si ella, también, despierta algunos días odiando todo. Se preguntó si no puede dejar de cantar una vez que escucha cualquier melodía. Se preguntó si odia que le tomen fotos, si se esconde de la cámara, tierna y juguetona. No importaría, ya inmortalizó su sonrisa en un recuerdo. Aún se cuestionaba, quería saber si llora cada vez que se siente sola ante el espejo o si dobla las esquinas en sus libros e incluso si se atreve a blasfemarlos con un subrayado de lápiz, cuando la conmueve alguna organización perfecta de palabras. Plac.  

“Tú no te puedes enamorar porque la revolución no ama”. Meditó por varios segundos mis palabras y retomó el ritmo. Sé que intentaba sacudirse la ceguera y remplazarla por una mucho más peligrosa. Hacía calor.  El amor es siempre pobre y con recursos. Él también tenía hambre, todos teníamos hambre; no podíamos decir nada. Plac. Ella está en el suelo. La rosa yacía a cortos metros de él y la voz de su madre reprimiéndolo resonaba en sus oídos. Cada puñetazo le borraba la esperanza de la cara. Un, dos, tres. Plac. Cinco, seis, siete. Plac. Plac. Ocho. No advirtió que estaba llorando. Desvié mi mirada para no incomodarlo. El soldado interrumpía cada sollozo con súplicas de perdón. Ella se retorcía debajo de sus piernas pero no hacía mayor intento de escapar. Aguantaba, orgullosa, se sentía libre.  No estaba ciega. Ocho nudillos, tenues pinceles que dibujaban con tinta morada el lienzo de su rostro. Plac. Plac. Plac. Era suficiente.

1 comentarios:

Dylan Forrester dijo...
14 de abril de 2014, 20:51  

Certera prosa.
Un abrazo solidario a ti y a toda Venezuela en su lucha.