lunes, 17 de octubre de 2011

Carta del lunes


Dos días. Te doy dos días para que regreses y comiences a hablarme del romancero, de Massiani, de las calles y sus respectivos agujeros. Dos días. Te permito quitarme las metáforas y despojarme de los adornos si en dos días vuelves.  Si aparecieras con inflorescencias y me informaras que ya no amanece sin mí, si llegaras con un cachorro retriever de familias perfectas constituidas en desengaño y traes tus herramientas machistas para construir una cerca albina; ojalá nos separe del mundano concepto amoroso que manejan los demás. Dos días. Tienes dos días sin segundos ni minutos, para hacerme saber que dejaste de notar el paso del tiempo y su latente acoso porque no estoy a tu lado. Dos días. Te burlarías, escribirías sátiras y revolucionarías el universo si pudieras, si vendieras la única idea válida sobre nosotros. Dos días. Cuarenta y ocho horas que te valen una mierda, porque en dos días ya es miércoles y despegarás al viejo mundo, ajeno a nuestra existencia. Dos días. 172800 segundos harán falta para resignarme y apartarme, mientras me tomará una vida entera arrancarme tu recuerdo.

Orión

A Venezuela:

Miró una vez más hacia el cielo, resignado. Sabía que no lo vería y aun así conservaba el último aliento, quizás dejando al guardián de la noche protegiendo a su amada. No se atrevía a exhalar, no podría abandonarla. Al otro lado del mundo yacía su cuerpo desnudo, enredado entre sábanas, seduciendo las miradas ajenas del ventanal. Tiernos rasguños buscaban su cuerpo, se hallaba enredada entre tanta ausencia. Su soledad se había hecho hogar y ya no podía localizar las salidas. Tenía la garganta hecha pedazos, se ataba lazos al torso y a la nuca para sobrevivir al ahogo de su desamor, para pronunciar los llamados que terminaban en intentos fallidos. La de los ojos diáfanos se había entregado a la libertad del solitario, volaba en pasiones de otros y se otorgaba a la noche. Por su parte, no podía verla. La noche la envolvía como hacía con los pájaros y el encuentro se hacía imposible. Los cuerpos eran territorios que distaban demasiado de otros, las fronteras eran la línea sabia entre el querer y el estar.

Extrañaban ver en los ojos del otro la advertencia, el dulce tormento de la ruptura, el aviso del tiempo limitado; tendían a aferrarse nerviosamente a los momentos cuantificados. Lo más curioso era el descubrimiento, la terrible conclusión de que los recuerdos nunca lo olvidan a uno.  Se regalaban las ansias y las ganas, se intercambiaban los mordiscos ausentes, veían las manos repetidas en otros; finalmente entendiendo que estaban marcados de por vida. Sus besos, como el tatuaje perdurable, ni los roces más diligentes podrían borrar el impacto de los labios honestos sobre la piel.

Sumergido en las aguas profundas del pensamiento, no notó que la existencia se deslizaba entre sus dedos; se había hecho una costumbre procrastinar la despedida. Perdido, había desperdiciado el tiempo y ya no podría pronunciar el adiós inminente que solicitaba la distancia. Entendió, entonces, que el silencio siempre dirá más que todos los poemarios y epistolares del cosmos, siendo el más tácito de los regalos entre amantes que, como él, aprendieron a querer la pérdida y atesorarla como a las más eternas de las muertes.

Carta de amor contemporánea

Un loco cincuentón se había enamorado de su ex esposa y la ciudad de Valencia estaba teñida de amores antiguos. Las alcantarillas humeaban y conspiraban con el viento, el perfume de tu cabello tocó mis dedos y no conoció la despedida. Usualmente no soy cobarde, tiendo a mirar a los ojos para ver el alma pero era de noche y tenía que mirar tus labios; se rozaban  para dejar escapar la melodía de tu voz, esa condena de discurso que terminó en mí. La palabra era la flecha certera para un músculo gastado, cansado de latir.

Me ofreciste la mitad de una naranja, pero mis manos solo habían presenciado la destrucción y tuve miedo de arruinar tu sorpresa. Si tomaba la fruta, se iba a podrir y yo terminaría como el domador de la nada, amo de la pérdida. Quise tener un Toronto en el bolsillo, porque en todo cliché había un pedacito de verdad. Solo cargaba un bolígrafo que en horas anteriores había manchado el pantalón, de todas formas no te importó si no estaba a la moda porque tú solo discutías la relatividad del tiempo y la existencia. Decías que querías carros voladores, el final de las revoluciones ficticias y las promesas del producto de una raza noble.

Con el tiempo comencé a canonizarte, te mitifiqué a mi gusto y construí a la pareja perfecta porque esa es la costumbre. La alcaldía comenzó a tapar los huecos de la calle, mi vecina chismosa arregló los postes de luz tras años de disputas y la ciudad estaba en fuego, brillando para ti. Parecía que todas las calles del centro iban en subida, tratando de alcanzar el cielo. Tarareaba vallenatos en las camioneticas y me burlaba de la bachata matutina en el bus, incluso saltaba en vez de caminar, llegué a ver magia en los charcos de aguas negras; vergonzoso es admitir que intenté fotografiarte junto a los muros coloniales, desechos por los estragos del tiempo y el descuido.  En las tardes yo solo trazaba tu risa en el aire, aquella que escuché la segunda vez que hablamos por un teléfono público y te juro que se había convertido en cabina pintada de amor, ambos estábamos en las calles fantasiosas del viejo mundo, aquel continente inalcanzable para los dos.

Extraño los días apocalípticos, el hedonismo griego que se apoderó de la sociedad una vez más, las fechas estafadoras; la gente vivía como si los iban a matar en la esquina. Por suerte, yo vivía en una manzana, era una circunferencia indestructible. O así se sentía la invencibilidad que me otorgaba tu aprecio.

Tengo que confesar que no he vuelto a tu tumba, porque me cansé de llevarte flores que nunca te gustaron. Hoy te cuento que los carteles eran parte de una campaña política y el veintiuno de Diciembre nadie murió. La evolución sigue retrocediendo, sé que estarías en el estado de decepción en el que yo me encuentro. Todas las compañías gringas se han ido, ya que hay una nueva moda (aunque sé que jamás te ha importado): bellum omnes contra omnes.

Ya han matado a todos los que frecuentábamos, se esfumaron con la pólvora de un ideal autodestructivo. Lamento traerte malas noticias de esta manera, pero no encontré otra. La vieja chismosa falleció también y las calles ahora son de tierra. Valencia ya no brilla, en el centro nadie camina, los árabes dejaron de vender electrodomésticos y las frutas secas que se adueñaron de nuestras meriendas. Creo que me cansé de esperar por ti, ya mis suicidios románticos han mutado en verdades absolutas.

Me mataron ayer y todavía no te he visto. Te busqué en la calle Olvido y la oscuridad me asustó un poquito. Estoy perdiendo la esperanza, no quiero ser de esos espantos llaneros. Amor, tengo mucha paciencia pero debes considerar que la historia enseña y se esconde en libros… Si Venezuela fuera una gran estirpe, nunca tendríamos la oportunidad de conocernos una vez más.

Naturaleza muerta

La tierra crujía bajo sus extremidades, se liberaba una vez más de la condena otorgada por el supuesto destino bajo el secreto de la eterna luna.  Sentía cada una de sus células respirar y quemar cada molécula, su cuerpo estaba en llamas nuevamente. Muriendo de amor, sentía su vida deslizarse por los capilares desgastados que nunca podrían ser interpretados como venas, el discurso fallido lo paralizaba en su sitio cientos de veces. Podía moverse, podía gritar, podía llorar y protegerla, pero no le alcanzaban las agallas para desplazarse y alcanzarla.

Se asomaba todas las noches por su ventana, la vitalidad del equinoccio lo hacía sucumbir ante sus encantos en el momento que sus verdes ojos rozaban la ventana y un rasguño accidental lograba despertarla como había hecho tantas veces. Ser torpe era parte de su naturaleza, y cómo iba a negarla si definía por completo una relación como aquella. Sin embargo, el refugio de tantas soledades no sabía expresar el amor, no sabía columpiar una amargura, no sabía elegir entre la catástrofe o la calma; en su desesperación, anhelaba ambas.

Tendía a morir, como lo hacían cientos de amantes al despertar y mirar a su lado la nada de las desventuras. Pero el sol comenzaba a quemar sus sienes, acosando su piel morena, inevitablemente forzando otro ciclo de su vida, obligándolo a trabajar para seres indiferentes. Nadie podía comprender el dolor de su servidor, de una vida cargada de cobardía, tragedias, sombras, maltrato y el abandono de una familia mutilada por los estragos de la evolución.

La luz del mediodía anunciaba la bienvenida, el sacrificio de todos los meses. Era más de lo que podía aguantar su inmóvil cuerpo, su inmutable alma. Suspiró al viento, resignado, y renunció al abrazo eterno de un pobre árbol que acogería a todas las que jamás serían ella. 

Carta del lunes

lunes, 17 de octubre de 2011 · 0 comentarios


Dos días. Te doy dos días para que regreses y comiences a hablarme del romancero, de Massiani, de las calles y sus respectivos agujeros. Dos días. Te permito quitarme las metáforas y despojarme de los adornos si en dos días vuelves.  Si aparecieras con inflorescencias y me informaras que ya no amanece sin mí, si llegaras con un cachorro retriever de familias perfectas constituidas en desengaño y traes tus herramientas machistas para construir una cerca albina; ojalá nos separe del mundano concepto amoroso que manejan los demás. Dos días. Tienes dos días sin segundos ni minutos, para hacerme saber que dejaste de notar el paso del tiempo y su latente acoso porque no estoy a tu lado. Dos días. Te burlarías, escribirías sátiras y revolucionarías el universo si pudieras, si vendieras la única idea válida sobre nosotros. Dos días. Cuarenta y ocho horas que te valen una mierda, porque en dos días ya es miércoles y despegarás al viejo mundo, ajeno a nuestra existencia. Dos días. 172800 segundos harán falta para resignarme y apartarme, mientras me tomará una vida entera arrancarme tu recuerdo.

Orión

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A Venezuela:

Miró una vez más hacia el cielo, resignado. Sabía que no lo vería y aun así conservaba el último aliento, quizás dejando al guardián de la noche protegiendo a su amada. No se atrevía a exhalar, no podría abandonarla. Al otro lado del mundo yacía su cuerpo desnudo, enredado entre sábanas, seduciendo las miradas ajenas del ventanal. Tiernos rasguños buscaban su cuerpo, se hallaba enredada entre tanta ausencia. Su soledad se había hecho hogar y ya no podía localizar las salidas. Tenía la garganta hecha pedazos, se ataba lazos al torso y a la nuca para sobrevivir al ahogo de su desamor, para pronunciar los llamados que terminaban en intentos fallidos. La de los ojos diáfanos se había entregado a la libertad del solitario, volaba en pasiones de otros y se otorgaba a la noche. Por su parte, no podía verla. La noche la envolvía como hacía con los pájaros y el encuentro se hacía imposible. Los cuerpos eran territorios que distaban demasiado de otros, las fronteras eran la línea sabia entre el querer y el estar.

Extrañaban ver en los ojos del otro la advertencia, el dulce tormento de la ruptura, el aviso del tiempo limitado; tendían a aferrarse nerviosamente a los momentos cuantificados. Lo más curioso era el descubrimiento, la terrible conclusión de que los recuerdos nunca lo olvidan a uno.  Se regalaban las ansias y las ganas, se intercambiaban los mordiscos ausentes, veían las manos repetidas en otros; finalmente entendiendo que estaban marcados de por vida. Sus besos, como el tatuaje perdurable, ni los roces más diligentes podrían borrar el impacto de los labios honestos sobre la piel.

Sumergido en las aguas profundas del pensamiento, no notó que la existencia se deslizaba entre sus dedos; se había hecho una costumbre procrastinar la despedida. Perdido, había desperdiciado el tiempo y ya no podría pronunciar el adiós inminente que solicitaba la distancia. Entendió, entonces, que el silencio siempre dirá más que todos los poemarios y epistolares del cosmos, siendo el más tácito de los regalos entre amantes que, como él, aprendieron a querer la pérdida y atesorarla como a las más eternas de las muertes.

Carta de amor contemporánea

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Un loco cincuentón se había enamorado de su ex esposa y la ciudad de Valencia estaba teñida de amores antiguos. Las alcantarillas humeaban y conspiraban con el viento, el perfume de tu cabello tocó mis dedos y no conoció la despedida. Usualmente no soy cobarde, tiendo a mirar a los ojos para ver el alma pero era de noche y tenía que mirar tus labios; se rozaban  para dejar escapar la melodía de tu voz, esa condena de discurso que terminó en mí. La palabra era la flecha certera para un músculo gastado, cansado de latir.

Me ofreciste la mitad de una naranja, pero mis manos solo habían presenciado la destrucción y tuve miedo de arruinar tu sorpresa. Si tomaba la fruta, se iba a podrir y yo terminaría como el domador de la nada, amo de la pérdida. Quise tener un Toronto en el bolsillo, porque en todo cliché había un pedacito de verdad. Solo cargaba un bolígrafo que en horas anteriores había manchado el pantalón, de todas formas no te importó si no estaba a la moda porque tú solo discutías la relatividad del tiempo y la existencia. Decías que querías carros voladores, el final de las revoluciones ficticias y las promesas del producto de una raza noble.

Con el tiempo comencé a canonizarte, te mitifiqué a mi gusto y construí a la pareja perfecta porque esa es la costumbre. La alcaldía comenzó a tapar los huecos de la calle, mi vecina chismosa arregló los postes de luz tras años de disputas y la ciudad estaba en fuego, brillando para ti. Parecía que todas las calles del centro iban en subida, tratando de alcanzar el cielo. Tarareaba vallenatos en las camioneticas y me burlaba de la bachata matutina en el bus, incluso saltaba en vez de caminar, llegué a ver magia en los charcos de aguas negras; vergonzoso es admitir que intenté fotografiarte junto a los muros coloniales, desechos por los estragos del tiempo y el descuido.  En las tardes yo solo trazaba tu risa en el aire, aquella que escuché la segunda vez que hablamos por un teléfono público y te juro que se había convertido en cabina pintada de amor, ambos estábamos en las calles fantasiosas del viejo mundo, aquel continente inalcanzable para los dos.

Extraño los días apocalípticos, el hedonismo griego que se apoderó de la sociedad una vez más, las fechas estafadoras; la gente vivía como si los iban a matar en la esquina. Por suerte, yo vivía en una manzana, era una circunferencia indestructible. O así se sentía la invencibilidad que me otorgaba tu aprecio.

Tengo que confesar que no he vuelto a tu tumba, porque me cansé de llevarte flores que nunca te gustaron. Hoy te cuento que los carteles eran parte de una campaña política y el veintiuno de Diciembre nadie murió. La evolución sigue retrocediendo, sé que estarías en el estado de decepción en el que yo me encuentro. Todas las compañías gringas se han ido, ya que hay una nueva moda (aunque sé que jamás te ha importado): bellum omnes contra omnes.

Ya han matado a todos los que frecuentábamos, se esfumaron con la pólvora de un ideal autodestructivo. Lamento traerte malas noticias de esta manera, pero no encontré otra. La vieja chismosa falleció también y las calles ahora son de tierra. Valencia ya no brilla, en el centro nadie camina, los árabes dejaron de vender electrodomésticos y las frutas secas que se adueñaron de nuestras meriendas. Creo que me cansé de esperar por ti, ya mis suicidios románticos han mutado en verdades absolutas.

Me mataron ayer y todavía no te he visto. Te busqué en la calle Olvido y la oscuridad me asustó un poquito. Estoy perdiendo la esperanza, no quiero ser de esos espantos llaneros. Amor, tengo mucha paciencia pero debes considerar que la historia enseña y se esconde en libros… Si Venezuela fuera una gran estirpe, nunca tendríamos la oportunidad de conocernos una vez más.

Naturaleza muerta

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La tierra crujía bajo sus extremidades, se liberaba una vez más de la condena otorgada por el supuesto destino bajo el secreto de la eterna luna.  Sentía cada una de sus células respirar y quemar cada molécula, su cuerpo estaba en llamas nuevamente. Muriendo de amor, sentía su vida deslizarse por los capilares desgastados que nunca podrían ser interpretados como venas, el discurso fallido lo paralizaba en su sitio cientos de veces. Podía moverse, podía gritar, podía llorar y protegerla, pero no le alcanzaban las agallas para desplazarse y alcanzarla.

Se asomaba todas las noches por su ventana, la vitalidad del equinoccio lo hacía sucumbir ante sus encantos en el momento que sus verdes ojos rozaban la ventana y un rasguño accidental lograba despertarla como había hecho tantas veces. Ser torpe era parte de su naturaleza, y cómo iba a negarla si definía por completo una relación como aquella. Sin embargo, el refugio de tantas soledades no sabía expresar el amor, no sabía columpiar una amargura, no sabía elegir entre la catástrofe o la calma; en su desesperación, anhelaba ambas.

Tendía a morir, como lo hacían cientos de amantes al despertar y mirar a su lado la nada de las desventuras. Pero el sol comenzaba a quemar sus sienes, acosando su piel morena, inevitablemente forzando otro ciclo de su vida, obligándolo a trabajar para seres indiferentes. Nadie podía comprender el dolor de su servidor, de una vida cargada de cobardía, tragedias, sombras, maltrato y el abandono de una familia mutilada por los estragos de la evolución.

La luz del mediodía anunciaba la bienvenida, el sacrificio de todos los meses. Era más de lo que podía aguantar su inmóvil cuerpo, su inmutable alma. Suspiró al viento, resignado, y renunció al abrazo eterno de un pobre árbol que acogería a todas las que jamás serían ella.