lunes, 17 de octubre de 2011

Carta de amor contemporánea

Un loco cincuentón se había enamorado de su ex esposa y la ciudad de Valencia estaba teñida de amores antiguos. Las alcantarillas humeaban y conspiraban con el viento, el perfume de tu cabello tocó mis dedos y no conoció la despedida. Usualmente no soy cobarde, tiendo a mirar a los ojos para ver el alma pero era de noche y tenía que mirar tus labios; se rozaban  para dejar escapar la melodía de tu voz, esa condena de discurso que terminó en mí. La palabra era la flecha certera para un músculo gastado, cansado de latir.

Me ofreciste la mitad de una naranja, pero mis manos solo habían presenciado la destrucción y tuve miedo de arruinar tu sorpresa. Si tomaba la fruta, se iba a podrir y yo terminaría como el domador de la nada, amo de la pérdida. Quise tener un Toronto en el bolsillo, porque en todo cliché había un pedacito de verdad. Solo cargaba un bolígrafo que en horas anteriores había manchado el pantalón, de todas formas no te importó si no estaba a la moda porque tú solo discutías la relatividad del tiempo y la existencia. Decías que querías carros voladores, el final de las revoluciones ficticias y las promesas del producto de una raza noble.

Con el tiempo comencé a canonizarte, te mitifiqué a mi gusto y construí a la pareja perfecta porque esa es la costumbre. La alcaldía comenzó a tapar los huecos de la calle, mi vecina chismosa arregló los postes de luz tras años de disputas y la ciudad estaba en fuego, brillando para ti. Parecía que todas las calles del centro iban en subida, tratando de alcanzar el cielo. Tarareaba vallenatos en las camioneticas y me burlaba de la bachata matutina en el bus, incluso saltaba en vez de caminar, llegué a ver magia en los charcos de aguas negras; vergonzoso es admitir que intenté fotografiarte junto a los muros coloniales, desechos por los estragos del tiempo y el descuido.  En las tardes yo solo trazaba tu risa en el aire, aquella que escuché la segunda vez que hablamos por un teléfono público y te juro que se había convertido en cabina pintada de amor, ambos estábamos en las calles fantasiosas del viejo mundo, aquel continente inalcanzable para los dos.

Extraño los días apocalípticos, el hedonismo griego que se apoderó de la sociedad una vez más, las fechas estafadoras; la gente vivía como si los iban a matar en la esquina. Por suerte, yo vivía en una manzana, era una circunferencia indestructible. O así se sentía la invencibilidad que me otorgaba tu aprecio.

Tengo que confesar que no he vuelto a tu tumba, porque me cansé de llevarte flores que nunca te gustaron. Hoy te cuento que los carteles eran parte de una campaña política y el veintiuno de Diciembre nadie murió. La evolución sigue retrocediendo, sé que estarías en el estado de decepción en el que yo me encuentro. Todas las compañías gringas se han ido, ya que hay una nueva moda (aunque sé que jamás te ha importado): bellum omnes contra omnes.

Ya han matado a todos los que frecuentábamos, se esfumaron con la pólvora de un ideal autodestructivo. Lamento traerte malas noticias de esta manera, pero no encontré otra. La vieja chismosa falleció también y las calles ahora son de tierra. Valencia ya no brilla, en el centro nadie camina, los árabes dejaron de vender electrodomésticos y las frutas secas que se adueñaron de nuestras meriendas. Creo que me cansé de esperar por ti, ya mis suicidios románticos han mutado en verdades absolutas.

Me mataron ayer y todavía no te he visto. Te busqué en la calle Olvido y la oscuridad me asustó un poquito. Estoy perdiendo la esperanza, no quiero ser de esos espantos llaneros. Amor, tengo mucha paciencia pero debes considerar que la historia enseña y se esconde en libros… Si Venezuela fuera una gran estirpe, nunca tendríamos la oportunidad de conocernos una vez más.

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Carta de amor contemporánea

lunes, 17 de octubre de 2011 ·

Un loco cincuentón se había enamorado de su ex esposa y la ciudad de Valencia estaba teñida de amores antiguos. Las alcantarillas humeaban y conspiraban con el viento, el perfume de tu cabello tocó mis dedos y no conoció la despedida. Usualmente no soy cobarde, tiendo a mirar a los ojos para ver el alma pero era de noche y tenía que mirar tus labios; se rozaban  para dejar escapar la melodía de tu voz, esa condena de discurso que terminó en mí. La palabra era la flecha certera para un músculo gastado, cansado de latir.

Me ofreciste la mitad de una naranja, pero mis manos solo habían presenciado la destrucción y tuve miedo de arruinar tu sorpresa. Si tomaba la fruta, se iba a podrir y yo terminaría como el domador de la nada, amo de la pérdida. Quise tener un Toronto en el bolsillo, porque en todo cliché había un pedacito de verdad. Solo cargaba un bolígrafo que en horas anteriores había manchado el pantalón, de todas formas no te importó si no estaba a la moda porque tú solo discutías la relatividad del tiempo y la existencia. Decías que querías carros voladores, el final de las revoluciones ficticias y las promesas del producto de una raza noble.

Con el tiempo comencé a canonizarte, te mitifiqué a mi gusto y construí a la pareja perfecta porque esa es la costumbre. La alcaldía comenzó a tapar los huecos de la calle, mi vecina chismosa arregló los postes de luz tras años de disputas y la ciudad estaba en fuego, brillando para ti. Parecía que todas las calles del centro iban en subida, tratando de alcanzar el cielo. Tarareaba vallenatos en las camioneticas y me burlaba de la bachata matutina en el bus, incluso saltaba en vez de caminar, llegué a ver magia en los charcos de aguas negras; vergonzoso es admitir que intenté fotografiarte junto a los muros coloniales, desechos por los estragos del tiempo y el descuido.  En las tardes yo solo trazaba tu risa en el aire, aquella que escuché la segunda vez que hablamos por un teléfono público y te juro que se había convertido en cabina pintada de amor, ambos estábamos en las calles fantasiosas del viejo mundo, aquel continente inalcanzable para los dos.

Extraño los días apocalípticos, el hedonismo griego que se apoderó de la sociedad una vez más, las fechas estafadoras; la gente vivía como si los iban a matar en la esquina. Por suerte, yo vivía en una manzana, era una circunferencia indestructible. O así se sentía la invencibilidad que me otorgaba tu aprecio.

Tengo que confesar que no he vuelto a tu tumba, porque me cansé de llevarte flores que nunca te gustaron. Hoy te cuento que los carteles eran parte de una campaña política y el veintiuno de Diciembre nadie murió. La evolución sigue retrocediendo, sé que estarías en el estado de decepción en el que yo me encuentro. Todas las compañías gringas se han ido, ya que hay una nueva moda (aunque sé que jamás te ha importado): bellum omnes contra omnes.

Ya han matado a todos los que frecuentábamos, se esfumaron con la pólvora de un ideal autodestructivo. Lamento traerte malas noticias de esta manera, pero no encontré otra. La vieja chismosa falleció también y las calles ahora son de tierra. Valencia ya no brilla, en el centro nadie camina, los árabes dejaron de vender electrodomésticos y las frutas secas que se adueñaron de nuestras meriendas. Creo que me cansé de esperar por ti, ya mis suicidios románticos han mutado en verdades absolutas.

Me mataron ayer y todavía no te he visto. Te busqué en la calle Olvido y la oscuridad me asustó un poquito. Estoy perdiendo la esperanza, no quiero ser de esos espantos llaneros. Amor, tengo mucha paciencia pero debes considerar que la historia enseña y se esconde en libros… Si Venezuela fuera una gran estirpe, nunca tendríamos la oportunidad de conocernos una vez más.

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