lunes, 17 de octubre de 2011

Orión

A Venezuela:

Miró una vez más hacia el cielo, resignado. Sabía que no lo vería y aun así conservaba el último aliento, quizás dejando al guardián de la noche protegiendo a su amada. No se atrevía a exhalar, no podría abandonarla. Al otro lado del mundo yacía su cuerpo desnudo, enredado entre sábanas, seduciendo las miradas ajenas del ventanal. Tiernos rasguños buscaban su cuerpo, se hallaba enredada entre tanta ausencia. Su soledad se había hecho hogar y ya no podía localizar las salidas. Tenía la garganta hecha pedazos, se ataba lazos al torso y a la nuca para sobrevivir al ahogo de su desamor, para pronunciar los llamados que terminaban en intentos fallidos. La de los ojos diáfanos se había entregado a la libertad del solitario, volaba en pasiones de otros y se otorgaba a la noche. Por su parte, no podía verla. La noche la envolvía como hacía con los pájaros y el encuentro se hacía imposible. Los cuerpos eran territorios que distaban demasiado de otros, las fronteras eran la línea sabia entre el querer y el estar.

Extrañaban ver en los ojos del otro la advertencia, el dulce tormento de la ruptura, el aviso del tiempo limitado; tendían a aferrarse nerviosamente a los momentos cuantificados. Lo más curioso era el descubrimiento, la terrible conclusión de que los recuerdos nunca lo olvidan a uno.  Se regalaban las ansias y las ganas, se intercambiaban los mordiscos ausentes, veían las manos repetidas en otros; finalmente entendiendo que estaban marcados de por vida. Sus besos, como el tatuaje perdurable, ni los roces más diligentes podrían borrar el impacto de los labios honestos sobre la piel.

Sumergido en las aguas profundas del pensamiento, no notó que la existencia se deslizaba entre sus dedos; se había hecho una costumbre procrastinar la despedida. Perdido, había desperdiciado el tiempo y ya no podría pronunciar el adiós inminente que solicitaba la distancia. Entendió, entonces, que el silencio siempre dirá más que todos los poemarios y epistolares del cosmos, siendo el más tácito de los regalos entre amantes que, como él, aprendieron a querer la pérdida y atesorarla como a las más eternas de las muertes.

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Orión

lunes, 17 de octubre de 2011 ·

A Venezuela:

Miró una vez más hacia el cielo, resignado. Sabía que no lo vería y aun así conservaba el último aliento, quizás dejando al guardián de la noche protegiendo a su amada. No se atrevía a exhalar, no podría abandonarla. Al otro lado del mundo yacía su cuerpo desnudo, enredado entre sábanas, seduciendo las miradas ajenas del ventanal. Tiernos rasguños buscaban su cuerpo, se hallaba enredada entre tanta ausencia. Su soledad se había hecho hogar y ya no podía localizar las salidas. Tenía la garganta hecha pedazos, se ataba lazos al torso y a la nuca para sobrevivir al ahogo de su desamor, para pronunciar los llamados que terminaban en intentos fallidos. La de los ojos diáfanos se había entregado a la libertad del solitario, volaba en pasiones de otros y se otorgaba a la noche. Por su parte, no podía verla. La noche la envolvía como hacía con los pájaros y el encuentro se hacía imposible. Los cuerpos eran territorios que distaban demasiado de otros, las fronteras eran la línea sabia entre el querer y el estar.

Extrañaban ver en los ojos del otro la advertencia, el dulce tormento de la ruptura, el aviso del tiempo limitado; tendían a aferrarse nerviosamente a los momentos cuantificados. Lo más curioso era el descubrimiento, la terrible conclusión de que los recuerdos nunca lo olvidan a uno.  Se regalaban las ansias y las ganas, se intercambiaban los mordiscos ausentes, veían las manos repetidas en otros; finalmente entendiendo que estaban marcados de por vida. Sus besos, como el tatuaje perdurable, ni los roces más diligentes podrían borrar el impacto de los labios honestos sobre la piel.

Sumergido en las aguas profundas del pensamiento, no notó que la existencia se deslizaba entre sus dedos; se había hecho una costumbre procrastinar la despedida. Perdido, había desperdiciado el tiempo y ya no podría pronunciar el adiós inminente que solicitaba la distancia. Entendió, entonces, que el silencio siempre dirá más que todos los poemarios y epistolares del cosmos, siendo el más tácito de los regalos entre amantes que, como él, aprendieron a querer la pérdida y atesorarla como a las más eternas de las muertes.

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