martes, 29 de abril de 2014

Prohibido ser humano

Tenía ganas de escribir un poquito en mi blog, sin ánimos literarios, porque hay días donde no tengo ganas de estética. Solo quiero conversar.  Hoy es uno de esos días donde despierto siendo caos, indescifrable e irreconocible. Me imagino a mí misma frente al abismo que nos separa y no me queda más remedio que gritar las reflexiones y tonterías que me cruzan la mente durante la jornada.

Estaba conversando con una compañera de clase en la universidad y me comentó que tenía examen de latín al día siguiente. A mí no me toca hasta el próximo semestre y por más curiosidad y ganas que tenga, he hecho pocos esfuerzos autodidactas. Entonces, se me ocurrió que yo era una completa inútil que jamás podría comunicarse en época romana. La conversación que tuvimos, el intercambio de dos o tres líneas, me indignó por el resto del día:

-Tengo examen de latín el miércoles. He estudiado pero estoy nerviosa.
-Yo no sé nada de latín, decirte que sé es mentirte. Me toca el próximo semestre.
-Sí, es difícil.
-¿Cómo se dice “hola”? ¿Cómo se dice “cómo estás”?
-La verdad es que ni idea.
-¿Y entonces? ¿No llevabas latín?
-Es que a nosotros nos enseñan a traducir.

En ese preciso momento,  el padre Zeus, el que amontona las nubes, el que lleva la égida o como ustedes quieran, hizo que un rayo penetrara la cafetería de la Facultad de Letras de la Universidad de Costa Rica, encendiéndome, sin marcha atrás.

Comencé a pensar que Julio César debía sacarse los mocos y hacerlos una bolita. A Cleopatra le venía la menstruación y de seguro se quejaba del dolor. Simón Bolívar, Libertador de naciones, comía arepas. Pensemos que la arepa es un invento bastante viejo, nuestros ancestros aborígenes ya disfrutaban de su delicioso sabor antes de la llegada de los españoles. Recuerdo que “Bolívar en vivo”, la novela histórica de Francisco Herrera Luque, caracterizaba a Simón Bolívar como un hombre cercano. ¿Y quién dice que no?
Imagino que los romanos debían vocalizar que se estaban cagando, o que era tiempo de vaciar los contenidos de la bacinica a la calle.  Debían, segurito, tener una expresión graciosa para ello. O al menos los primeros romanos que no tenían los humos tan altos, e incluso los de la periferia en tiempos posteriores. Nos han vendido una idea distante de nuestros antepasados, los han deshumanizado para promover el respeto hacia su figura. Me perturba pensar que debería ser lo contrario. El tener condición humana y ser capaz de sobreponerse a ella para lograr algo maravilloso, un aporte para nuestra especie, es admirable. Sí, se distinguen entre los humanos, pero no dejan de serlo. Consideremos que nadie escribe –o no debería- como habla, ni viceversa. Por supuesto que Simón Bolívar era una hábil pluma, pero de seguro estuvo a punto de orinarse varias veces y lo chalequeaban por enano. Era más bajito que yo. Aunque en su pecho ardiera la convicción de la libertad, le íbamos a decir “¡Epa, chichón de piso!”.  Los textos nos han vendido una idea lejana de las personas que más admiramos. Incluso la relación humana con lo divino sigue esta tendencia, el respeto por la omnipotencia, aunque se supone que "está hecho a nuestra imagen y semejanza". Sé que si me hallara teniendo conversaciones con Dios, serían así: "Epale bróder, yo sé que estás ocupado, siendo Dios todopoderoso-omnisciente-mejor que Chuck Norris-más capaz que Daniel Craig en una película de James Bond, pero te necesito aqui un ratico para una cosita. Ayúdame ahí, jefe eterno. Mi felicidad ayuda al universo, mayol". Creo que entraríamos en confianza más rápido y tendríamos relaciones más cercanas si nos dispusiéramos a tener un poquito más de autoestima, aunque seamos una raza condenada y perjudicial para las demás.

Es paradójico. La literatura  inmortaliza una idea y, al mismo tiempo, la asesina en términos evolutivos. Quiero decir, en el momento que plasmamos una idea en papel, la misma deja de mutar. Está muerta. Muerta y viva para toda la eternidad. Esa idea es la que leeremos, aunque quince minutos después haya cambiado. No es secreto que hay expresiones dentro de nuestra cultura que están de moda o dejan de estarlo. ¿Cuánto nos estaremos perdiendo?

Esta visión de individuos solemnes y grandilocuentes está lejos de la realidad. Señores, nos han mentido. Julio César tuvo miedo. Simón Bolívar lloró por Manuela Sáenz. Los españoles habrán gemido de placer al probar la primera arepa.  Quizás lo que intento decir es: nosotros no somos ajenos a la grandeza. No debemos deshumanizarnos para tener éxito ni deshumanizar a otros para admirarlos. Podemos estar cerca de nosotros mismos, de nuestro refugio en la lengua, de nuestras simpáticas raíces. Se nos permite ser humanos. Se nos permite ser grandes. 



Aquí una canción de Dany Rivera porque a mi mamá le gusta. Y porque también los hombres de rabia lloran. O por cualquier cosa. Todos lloramos. Spoiler.

jueves, 17 de abril de 2014

Mi carta de despedida para el Gabo - Salida del laberinto

Generalmente, en todos los actos fúnebres como este, se designa una persona para que diga un discurso. Yo no vengo a decir un discurso. Vengo a honrarte como siento que te lo debo, vulgar y sincera, conmovida y seca de tanto llorar. Admito que te había escrito una carta muchísimo más larga, pero mi computadora sucumbió y la perdí. Quizás solo tú querías leerla, puro realismo mágico, hombre.

Me ha costado lidiar con esta noticia porque te estaré esperando el domingo. Estaré alerta, con la expectativa de tu resurrección y uno que otro chiste sobre el más allá. Confieso que tengo miedo, como tú lo tenías cuando debías hablar ante un público. Estoy llena de pánico, porque en numerosas noches solías elevarte hacia los cielos como Remedios la Bella y la imagen me infundía de terror. Hoy me enfrento contra los titulares ruidosos y no tengo más opción que creerles. Despedirse es terrible, no estoy acostumbrada, a pesar de distar de quienes amo. Sin embargo, he encontrado que el agradecimiento es una forma de lidiar con la tristeza. Y hoy me encuentro ante el pelotón de fusilamiento, sin recordar el hielo. Hoy recuerdo a una Andrea Sofía de 13 años que sostiene entre sus manos tu libro por primera vez. Y me despido de ella, porque nunca volvió a ser la misma. Qué jodido es saber que pasaré toda la vida esperándote, en este ir y venir del carajo, entre la negación y la aceptación. No obstante, quiero darte las gracias.

Despertaste en mí una pasión sin precedentes por la literatura latinoamericana, por el conocimiento, por las letras, por la escritura. Me permitiste enamorarme de los ojos almendrados y respetar el diluvio latente de este país. Me enseñaste a no seguir tu ejemplo utópico, pero a añorarlo. Me recordaste que esta enfermedad del trópico es compartida, que la soledad latinoamericana y sus achaques son trágicos, poéticos y, aunque engañosos, son un privilegio. Sé que no sostuviste tus tripas en tus manos, pero iremos hacia ti con flores; es casi lo mismo. Espero que sobre tu tumba exista siempre una riña, un duelo de mariposas amarillas que te reclamen tanto como yo lo hago.

Te hiciste familiar de todos, pícaro e irrepetible, y ahora nos dejas extrañándote. Qué buena vaina nos has echado encima, Gabo. Por ti, me alegra que nunca me hayan devuelto aquellos libros. Por ti, no me avergüenza la locura. Intenté ir a buscarte, no sé si lo sabías. Pero tus conocidos me informaron que estabas delicado y que ya no aceptaban visitas. Sabía que no serías pretencioso y obstinado, por eso no quise rendirme, creo que nunca lo haré. Confío en que nos encontraremos alguna noche, cuando vengas disfrazado de Prudencio Aguilar. Entablaremos una conversación. Será simplísimo, de locos, y sin nada que temer como José Arcadio. Nos vemos cuando esté en medio de un naufragio y necesite verte como a Jaime. Sé que aun enterrado cinco metros bajo el suelo, estarás narrando nuestra historia como nadie podrá hacerlo jamás.

Adiós, Gabo. Disfruta tu libertad fuera de este gran laberinto.

domingo, 13 de abril de 2014

Nosotros (los hijos bastardos de Bolívar)



Plac. Un, dos, tres. Plac. Cinco, seis, siete. Plac. Ocho. Plac.
 
            Él recordaba como el sol quemaba sus sienes. Hacía calor. Derrochaba sol, brotaban grotescas lágrimas de su piel. Hace algunos años inventaron la ceguera, imagino que en un día de calor como este. Él usaba el casco y el orbe se distorsionaba, justo después de un comando. Plac. Llegaron gritando,  acusándoles de traidores, los hijos bastardos de Bolívar. Frunció el ceño, tratando de recordar al padre que nunca conoció, un rostro ajeno a él en el cual buscaba mirarse con compasión en los ojos. Y nada más.

Los han diseñado indestructibles contra todo menos la inmolación del espíritu. Debajo del chaleco se incinera su voluntad. Plac. Ella se acerca. Vocifera himnos de gloria. Ella sostiene una rosa entre sus manos y se la ofrece a su impotencia. Ha cortado todas las espinas del tallo para no herirlo. Para no herirse. Ella proclama unión aunque lo mira con lástima porque sabe que no puede verla. Un día como hoy inventaron la ceguera y sé que hacía calor. Habían avanzado demasiado y ya no podía permitirlo, aunque su cuerpo anhelaba descubrir la risa de su sangre.

Tuvo que retenerla. Ella insistía, todos insistían. Arremetió su cuerpo contra ella y escuchó la irregularidad de su diafragma, el aliento robado. Se preguntó cuál será su color favorito. Se preguntó si ella, también, despierta algunos días odiando todo. Se preguntó si no puede dejar de cantar una vez que escucha cualquier melodía. Se preguntó si odia que le tomen fotos, si se esconde de la cámara, tierna y juguetona. No importaría, ya inmortalizó su sonrisa en un recuerdo. Aún se cuestionaba, quería saber si llora cada vez que se siente sola ante el espejo o si dobla las esquinas en sus libros e incluso si se atreve a blasfemarlos con un subrayado de lápiz, cuando la conmueve alguna organización perfecta de palabras. Plac.  

“Tú no te puedes enamorar porque la revolución no ama”. Meditó por varios segundos mis palabras y retomó el ritmo. Sé que intentaba sacudirse la ceguera y remplazarla por una mucho más peligrosa. Hacía calor.  El amor es siempre pobre y con recursos. Él también tenía hambre, todos teníamos hambre; no podíamos decir nada. Plac. Ella está en el suelo. La rosa yacía a cortos metros de él y la voz de su madre reprimiéndolo resonaba en sus oídos. Cada puñetazo le borraba la esperanza de la cara. Un, dos, tres. Plac. Cinco, seis, siete. Plac. Plac. Ocho. No advirtió que estaba llorando. Desvié mi mirada para no incomodarlo. El soldado interrumpía cada sollozo con súplicas de perdón. Ella se retorcía debajo de sus piernas pero no hacía mayor intento de escapar. Aguantaba, orgullosa, se sentía libre.  No estaba ciega. Ocho nudillos, tenues pinceles que dibujaban con tinta morada el lienzo de su rostro. Plac. Plac. Plac. Era suficiente.

Prohibido ser humano

martes, 29 de abril de 2014 · 0 comentarios

Tenía ganas de escribir un poquito en mi blog, sin ánimos literarios, porque hay días donde no tengo ganas de estética. Solo quiero conversar.  Hoy es uno de esos días donde despierto siendo caos, indescifrable e irreconocible. Me imagino a mí misma frente al abismo que nos separa y no me queda más remedio que gritar las reflexiones y tonterías que me cruzan la mente durante la jornada.

Estaba conversando con una compañera de clase en la universidad y me comentó que tenía examen de latín al día siguiente. A mí no me toca hasta el próximo semestre y por más curiosidad y ganas que tenga, he hecho pocos esfuerzos autodidactas. Entonces, se me ocurrió que yo era una completa inútil que jamás podría comunicarse en época romana. La conversación que tuvimos, el intercambio de dos o tres líneas, me indignó por el resto del día:

-Tengo examen de latín el miércoles. He estudiado pero estoy nerviosa.
-Yo no sé nada de latín, decirte que sé es mentirte. Me toca el próximo semestre.
-Sí, es difícil.
-¿Cómo se dice “hola”? ¿Cómo se dice “cómo estás”?
-La verdad es que ni idea.
-¿Y entonces? ¿No llevabas latín?
-Es que a nosotros nos enseñan a traducir.

En ese preciso momento,  el padre Zeus, el que amontona las nubes, el que lleva la égida o como ustedes quieran, hizo que un rayo penetrara la cafetería de la Facultad de Letras de la Universidad de Costa Rica, encendiéndome, sin marcha atrás.

Comencé a pensar que Julio César debía sacarse los mocos y hacerlos una bolita. A Cleopatra le venía la menstruación y de seguro se quejaba del dolor. Simón Bolívar, Libertador de naciones, comía arepas. Pensemos que la arepa es un invento bastante viejo, nuestros ancestros aborígenes ya disfrutaban de su delicioso sabor antes de la llegada de los españoles. Recuerdo que “Bolívar en vivo”, la novela histórica de Francisco Herrera Luque, caracterizaba a Simón Bolívar como un hombre cercano. ¿Y quién dice que no?
Imagino que los romanos debían vocalizar que se estaban cagando, o que era tiempo de vaciar los contenidos de la bacinica a la calle.  Debían, segurito, tener una expresión graciosa para ello. O al menos los primeros romanos que no tenían los humos tan altos, e incluso los de la periferia en tiempos posteriores. Nos han vendido una idea distante de nuestros antepasados, los han deshumanizado para promover el respeto hacia su figura. Me perturba pensar que debería ser lo contrario. El tener condición humana y ser capaz de sobreponerse a ella para lograr algo maravilloso, un aporte para nuestra especie, es admirable. Sí, se distinguen entre los humanos, pero no dejan de serlo. Consideremos que nadie escribe –o no debería- como habla, ni viceversa. Por supuesto que Simón Bolívar era una hábil pluma, pero de seguro estuvo a punto de orinarse varias veces y lo chalequeaban por enano. Era más bajito que yo. Aunque en su pecho ardiera la convicción de la libertad, le íbamos a decir “¡Epa, chichón de piso!”.  Los textos nos han vendido una idea lejana de las personas que más admiramos. Incluso la relación humana con lo divino sigue esta tendencia, el respeto por la omnipotencia, aunque se supone que "está hecho a nuestra imagen y semejanza". Sé que si me hallara teniendo conversaciones con Dios, serían así: "Epale bróder, yo sé que estás ocupado, siendo Dios todopoderoso-omnisciente-mejor que Chuck Norris-más capaz que Daniel Craig en una película de James Bond, pero te necesito aqui un ratico para una cosita. Ayúdame ahí, jefe eterno. Mi felicidad ayuda al universo, mayol". Creo que entraríamos en confianza más rápido y tendríamos relaciones más cercanas si nos dispusiéramos a tener un poquito más de autoestima, aunque seamos una raza condenada y perjudicial para las demás.

Es paradójico. La literatura  inmortaliza una idea y, al mismo tiempo, la asesina en términos evolutivos. Quiero decir, en el momento que plasmamos una idea en papel, la misma deja de mutar. Está muerta. Muerta y viva para toda la eternidad. Esa idea es la que leeremos, aunque quince minutos después haya cambiado. No es secreto que hay expresiones dentro de nuestra cultura que están de moda o dejan de estarlo. ¿Cuánto nos estaremos perdiendo?

Esta visión de individuos solemnes y grandilocuentes está lejos de la realidad. Señores, nos han mentido. Julio César tuvo miedo. Simón Bolívar lloró por Manuela Sáenz. Los españoles habrán gemido de placer al probar la primera arepa.  Quizás lo que intento decir es: nosotros no somos ajenos a la grandeza. No debemos deshumanizarnos para tener éxito ni deshumanizar a otros para admirarlos. Podemos estar cerca de nosotros mismos, de nuestro refugio en la lengua, de nuestras simpáticas raíces. Se nos permite ser humanos. Se nos permite ser grandes. 



Aquí una canción de Dany Rivera porque a mi mamá le gusta. Y porque también los hombres de rabia lloran. O por cualquier cosa. Todos lloramos. Spoiler.

Mi carta de despedida para el Gabo - Salida del laberinto

jueves, 17 de abril de 2014 · 0 comentarios

Generalmente, en todos los actos fúnebres como este, se designa una persona para que diga un discurso. Yo no vengo a decir un discurso. Vengo a honrarte como siento que te lo debo, vulgar y sincera, conmovida y seca de tanto llorar. Admito que te había escrito una carta muchísimo más larga, pero mi computadora sucumbió y la perdí. Quizás solo tú querías leerla, puro realismo mágico, hombre.

Me ha costado lidiar con esta noticia porque te estaré esperando el domingo. Estaré alerta, con la expectativa de tu resurrección y uno que otro chiste sobre el más allá. Confieso que tengo miedo, como tú lo tenías cuando debías hablar ante un público. Estoy llena de pánico, porque en numerosas noches solías elevarte hacia los cielos como Remedios la Bella y la imagen me infundía de terror. Hoy me enfrento contra los titulares ruidosos y no tengo más opción que creerles. Despedirse es terrible, no estoy acostumbrada, a pesar de distar de quienes amo. Sin embargo, he encontrado que el agradecimiento es una forma de lidiar con la tristeza. Y hoy me encuentro ante el pelotón de fusilamiento, sin recordar el hielo. Hoy recuerdo a una Andrea Sofía de 13 años que sostiene entre sus manos tu libro por primera vez. Y me despido de ella, porque nunca volvió a ser la misma. Qué jodido es saber que pasaré toda la vida esperándote, en este ir y venir del carajo, entre la negación y la aceptación. No obstante, quiero darte las gracias.

Despertaste en mí una pasión sin precedentes por la literatura latinoamericana, por el conocimiento, por las letras, por la escritura. Me permitiste enamorarme de los ojos almendrados y respetar el diluvio latente de este país. Me enseñaste a no seguir tu ejemplo utópico, pero a añorarlo. Me recordaste que esta enfermedad del trópico es compartida, que la soledad latinoamericana y sus achaques son trágicos, poéticos y, aunque engañosos, son un privilegio. Sé que no sostuviste tus tripas en tus manos, pero iremos hacia ti con flores; es casi lo mismo. Espero que sobre tu tumba exista siempre una riña, un duelo de mariposas amarillas que te reclamen tanto como yo lo hago.

Te hiciste familiar de todos, pícaro e irrepetible, y ahora nos dejas extrañándote. Qué buena vaina nos has echado encima, Gabo. Por ti, me alegra que nunca me hayan devuelto aquellos libros. Por ti, no me avergüenza la locura. Intenté ir a buscarte, no sé si lo sabías. Pero tus conocidos me informaron que estabas delicado y que ya no aceptaban visitas. Sabía que no serías pretencioso y obstinado, por eso no quise rendirme, creo que nunca lo haré. Confío en que nos encontraremos alguna noche, cuando vengas disfrazado de Prudencio Aguilar. Entablaremos una conversación. Será simplísimo, de locos, y sin nada que temer como José Arcadio. Nos vemos cuando esté en medio de un naufragio y necesite verte como a Jaime. Sé que aun enterrado cinco metros bajo el suelo, estarás narrando nuestra historia como nadie podrá hacerlo jamás.

Adiós, Gabo. Disfruta tu libertad fuera de este gran laberinto.

Nosotros (los hijos bastardos de Bolívar)

domingo, 13 de abril de 2014 · 1 comentarios



Plac. Un, dos, tres. Plac. Cinco, seis, siete. Plac. Ocho. Plac.
 
            Él recordaba como el sol quemaba sus sienes. Hacía calor. Derrochaba sol, brotaban grotescas lágrimas de su piel. Hace algunos años inventaron la ceguera, imagino que en un día de calor como este. Él usaba el casco y el orbe se distorsionaba, justo después de un comando. Plac. Llegaron gritando,  acusándoles de traidores, los hijos bastardos de Bolívar. Frunció el ceño, tratando de recordar al padre que nunca conoció, un rostro ajeno a él en el cual buscaba mirarse con compasión en los ojos. Y nada más.

Los han diseñado indestructibles contra todo menos la inmolación del espíritu. Debajo del chaleco se incinera su voluntad. Plac. Ella se acerca. Vocifera himnos de gloria. Ella sostiene una rosa entre sus manos y se la ofrece a su impotencia. Ha cortado todas las espinas del tallo para no herirlo. Para no herirse. Ella proclama unión aunque lo mira con lástima porque sabe que no puede verla. Un día como hoy inventaron la ceguera y sé que hacía calor. Habían avanzado demasiado y ya no podía permitirlo, aunque su cuerpo anhelaba descubrir la risa de su sangre.

Tuvo que retenerla. Ella insistía, todos insistían. Arremetió su cuerpo contra ella y escuchó la irregularidad de su diafragma, el aliento robado. Se preguntó cuál será su color favorito. Se preguntó si ella, también, despierta algunos días odiando todo. Se preguntó si no puede dejar de cantar una vez que escucha cualquier melodía. Se preguntó si odia que le tomen fotos, si se esconde de la cámara, tierna y juguetona. No importaría, ya inmortalizó su sonrisa en un recuerdo. Aún se cuestionaba, quería saber si llora cada vez que se siente sola ante el espejo o si dobla las esquinas en sus libros e incluso si se atreve a blasfemarlos con un subrayado de lápiz, cuando la conmueve alguna organización perfecta de palabras. Plac.  

“Tú no te puedes enamorar porque la revolución no ama”. Meditó por varios segundos mis palabras y retomó el ritmo. Sé que intentaba sacudirse la ceguera y remplazarla por una mucho más peligrosa. Hacía calor.  El amor es siempre pobre y con recursos. Él también tenía hambre, todos teníamos hambre; no podíamos decir nada. Plac. Ella está en el suelo. La rosa yacía a cortos metros de él y la voz de su madre reprimiéndolo resonaba en sus oídos. Cada puñetazo le borraba la esperanza de la cara. Un, dos, tres. Plac. Cinco, seis, siete. Plac. Plac. Ocho. No advirtió que estaba llorando. Desvié mi mirada para no incomodarlo. El soldado interrumpía cada sollozo con súplicas de perdón. Ella se retorcía debajo de sus piernas pero no hacía mayor intento de escapar. Aguantaba, orgullosa, se sentía libre.  No estaba ciega. Ocho nudillos, tenues pinceles que dibujaban con tinta morada el lienzo de su rostro. Plac. Plac. Plac. Era suficiente.