lunes, 17 de octubre de 2011

Carta del lunes


Dos días. Te doy dos días para que regreses y comiences a hablarme del romancero, de Massiani, de las calles y sus respectivos agujeros. Dos días. Te permito quitarme las metáforas y despojarme de los adornos si en dos días vuelves.  Si aparecieras con inflorescencias y me informaras que ya no amanece sin mí, si llegaras con un cachorro retriever de familias perfectas constituidas en desengaño y traes tus herramientas machistas para construir una cerca albina; ojalá nos separe del mundano concepto amoroso que manejan los demás. Dos días. Tienes dos días sin segundos ni minutos, para hacerme saber que dejaste de notar el paso del tiempo y su latente acoso porque no estoy a tu lado. Dos días. Te burlarías, escribirías sátiras y revolucionarías el universo si pudieras, si vendieras la única idea válida sobre nosotros. Dos días. Cuarenta y ocho horas que te valen una mierda, porque en dos días ya es miércoles y despegarás al viejo mundo, ajeno a nuestra existencia. Dos días. 172800 segundos harán falta para resignarme y apartarme, mientras me tomará una vida entera arrancarme tu recuerdo.

Orión

A Venezuela:

Miró una vez más hacia el cielo, resignado. Sabía que no lo vería y aun así conservaba el último aliento, quizás dejando al guardián de la noche protegiendo a su amada. No se atrevía a exhalar, no podría abandonarla. Al otro lado del mundo yacía su cuerpo desnudo, enredado entre sábanas, seduciendo las miradas ajenas del ventanal. Tiernos rasguños buscaban su cuerpo, se hallaba enredada entre tanta ausencia. Su soledad se había hecho hogar y ya no podía localizar las salidas. Tenía la garganta hecha pedazos, se ataba lazos al torso y a la nuca para sobrevivir al ahogo de su desamor, para pronunciar los llamados que terminaban en intentos fallidos. La de los ojos diáfanos se había entregado a la libertad del solitario, volaba en pasiones de otros y se otorgaba a la noche. Por su parte, no podía verla. La noche la envolvía como hacía con los pájaros y el encuentro se hacía imposible. Los cuerpos eran territorios que distaban demasiado de otros, las fronteras eran la línea sabia entre el querer y el estar.

Extrañaban ver en los ojos del otro la advertencia, el dulce tormento de la ruptura, el aviso del tiempo limitado; tendían a aferrarse nerviosamente a los momentos cuantificados. Lo más curioso era el descubrimiento, la terrible conclusión de que los recuerdos nunca lo olvidan a uno.  Se regalaban las ansias y las ganas, se intercambiaban los mordiscos ausentes, veían las manos repetidas en otros; finalmente entendiendo que estaban marcados de por vida. Sus besos, como el tatuaje perdurable, ni los roces más diligentes podrían borrar el impacto de los labios honestos sobre la piel.

Sumergido en las aguas profundas del pensamiento, no notó que la existencia se deslizaba entre sus dedos; se había hecho una costumbre procrastinar la despedida. Perdido, había desperdiciado el tiempo y ya no podría pronunciar el adiós inminente que solicitaba la distancia. Entendió, entonces, que el silencio siempre dirá más que todos los poemarios y epistolares del cosmos, siendo el más tácito de los regalos entre amantes que, como él, aprendieron a querer la pérdida y atesorarla como a las más eternas de las muertes.

Carta de amor contemporánea

Un loco cincuentón se había enamorado de su ex esposa y la ciudad de Valencia estaba teñida de amores antiguos. Las alcantarillas humeaban y conspiraban con el viento, el perfume de tu cabello tocó mis dedos y no conoció la despedida. Usualmente no soy cobarde, tiendo a mirar a los ojos para ver el alma pero era de noche y tenía que mirar tus labios; se rozaban  para dejar escapar la melodía de tu voz, esa condena de discurso que terminó en mí. La palabra era la flecha certera para un músculo gastado, cansado de latir.

Me ofreciste la mitad de una naranja, pero mis manos solo habían presenciado la destrucción y tuve miedo de arruinar tu sorpresa. Si tomaba la fruta, se iba a podrir y yo terminaría como el domador de la nada, amo de la pérdida. Quise tener un Toronto en el bolsillo, porque en todo cliché había un pedacito de verdad. Solo cargaba un bolígrafo que en horas anteriores había manchado el pantalón, de todas formas no te importó si no estaba a la moda porque tú solo discutías la relatividad del tiempo y la existencia. Decías que querías carros voladores, el final de las revoluciones ficticias y las promesas del producto de una raza noble.

Con el tiempo comencé a canonizarte, te mitifiqué a mi gusto y construí a la pareja perfecta porque esa es la costumbre. La alcaldía comenzó a tapar los huecos de la calle, mi vecina chismosa arregló los postes de luz tras años de disputas y la ciudad estaba en fuego, brillando para ti. Parecía que todas las calles del centro iban en subida, tratando de alcanzar el cielo. Tarareaba vallenatos en las camioneticas y me burlaba de la bachata matutina en el bus, incluso saltaba en vez de caminar, llegué a ver magia en los charcos de aguas negras; vergonzoso es admitir que intenté fotografiarte junto a los muros coloniales, desechos por los estragos del tiempo y el descuido.  En las tardes yo solo trazaba tu risa en el aire, aquella que escuché la segunda vez que hablamos por un teléfono público y te juro que se había convertido en cabina pintada de amor, ambos estábamos en las calles fantasiosas del viejo mundo, aquel continente inalcanzable para los dos.

Extraño los días apocalípticos, el hedonismo griego que se apoderó de la sociedad una vez más, las fechas estafadoras; la gente vivía como si los iban a matar en la esquina. Por suerte, yo vivía en una manzana, era una circunferencia indestructible. O así se sentía la invencibilidad que me otorgaba tu aprecio.

Tengo que confesar que no he vuelto a tu tumba, porque me cansé de llevarte flores que nunca te gustaron. Hoy te cuento que los carteles eran parte de una campaña política y el veintiuno de Diciembre nadie murió. La evolución sigue retrocediendo, sé que estarías en el estado de decepción en el que yo me encuentro. Todas las compañías gringas se han ido, ya que hay una nueva moda (aunque sé que jamás te ha importado): bellum omnes contra omnes.

Ya han matado a todos los que frecuentábamos, se esfumaron con la pólvora de un ideal autodestructivo. Lamento traerte malas noticias de esta manera, pero no encontré otra. La vieja chismosa falleció también y las calles ahora son de tierra. Valencia ya no brilla, en el centro nadie camina, los árabes dejaron de vender electrodomésticos y las frutas secas que se adueñaron de nuestras meriendas. Creo que me cansé de esperar por ti, ya mis suicidios románticos han mutado en verdades absolutas.

Me mataron ayer y todavía no te he visto. Te busqué en la calle Olvido y la oscuridad me asustó un poquito. Estoy perdiendo la esperanza, no quiero ser de esos espantos llaneros. Amor, tengo mucha paciencia pero debes considerar que la historia enseña y se esconde en libros… Si Venezuela fuera una gran estirpe, nunca tendríamos la oportunidad de conocernos una vez más.

Naturaleza muerta

La tierra crujía bajo sus extremidades, se liberaba una vez más de la condena otorgada por el supuesto destino bajo el secreto de la eterna luna.  Sentía cada una de sus células respirar y quemar cada molécula, su cuerpo estaba en llamas nuevamente. Muriendo de amor, sentía su vida deslizarse por los capilares desgastados que nunca podrían ser interpretados como venas, el discurso fallido lo paralizaba en su sitio cientos de veces. Podía moverse, podía gritar, podía llorar y protegerla, pero no le alcanzaban las agallas para desplazarse y alcanzarla.

Se asomaba todas las noches por su ventana, la vitalidad del equinoccio lo hacía sucumbir ante sus encantos en el momento que sus verdes ojos rozaban la ventana y un rasguño accidental lograba despertarla como había hecho tantas veces. Ser torpe era parte de su naturaleza, y cómo iba a negarla si definía por completo una relación como aquella. Sin embargo, el refugio de tantas soledades no sabía expresar el amor, no sabía columpiar una amargura, no sabía elegir entre la catástrofe o la calma; en su desesperación, anhelaba ambas.

Tendía a morir, como lo hacían cientos de amantes al despertar y mirar a su lado la nada de las desventuras. Pero el sol comenzaba a quemar sus sienes, acosando su piel morena, inevitablemente forzando otro ciclo de su vida, obligándolo a trabajar para seres indiferentes. Nadie podía comprender el dolor de su servidor, de una vida cargada de cobardía, tragedias, sombras, maltrato y el abandono de una familia mutilada por los estragos de la evolución.

La luz del mediodía anunciaba la bienvenida, el sacrificio de todos los meses. Era más de lo que podía aguantar su inmóvil cuerpo, su inmutable alma. Suspiró al viento, resignado, y renunció al abrazo eterno de un pobre árbol que acogería a todas las que jamás serían ella. 

domingo, 10 de abril de 2011

Divagando hasta la Iluminación

Hoy me siento distinta. Mi corazón fue excretado a mi torrente sanguíneo y viajó bastante, se filtró por algún tejido y apareció en mi estómago, latiendo fuertemente. Tengo el corazón en el estómago y no es un eufemismo, no quiero que me cocine ningún hombre. Estoy diciendo que tengo el corazón en el estómago porque hay un sentimiento de culpa que no puedo desaparecer ni con los borradores de los bolígrafos, que hasta al hampa venezolana pueden tumbar. La culpa es una emoción adquirida, es decir, tú me hiciste esto. Podría saberme al mismísimo casabe si hiero tus sentimientos o no, pero estoy atada a ti, de todas las formas menos una. Y creo que es la menos relevante en esta historia.

Me gusta(s). Pero no es eso lo que me pasa, mi depresión recurrente no se trata de este compromiso ficticio que decidió salir al aire. Hoy desperté inmóvil. Tenía mucha sed y dolor de huesos, conseguí levantarme aunque me pesara la existencia como en los días nublados, parecía que estuviese subiendo un páramo. Tomé Té Listo, que aunque nadie lo admita, es la representación güarapera del Nestea. Me sentí miserable todo el día, recordé a Mauricio y nuestras interminables charlas, justificando la intensidad de los domingos. Me odié a mí misma, como siempre, la verdad es que tiendo a ser muy rutinaria. Todos tenemos nuestros daddy issues y hoy me sentí asqueada por la forma en la que fingías que todo estaba bien. Nada está bien. Es hipócrita de mi parte reclamarte por eso, yo lo hago todos los días de 8 de la mañana a 3 de la tarde. Aporto lo que queda de mí, sobrevivo sin vivir.

La verdad es que no estoy acostumbrada a tomar, no alivio las penas con el alcohol, yo solo duermo el dolor. El problema es que ya no duermo. Duermo lo suficiente cuando caigo inconsciente y luego despierto al transcurrir poco tiempo, es una maldición que me está siguiendo desde que empecé a leer filosofía. Ahora se han ido mis libros y ando pelando bolas, por lo que no puedo leer lo que quiero. Entonces mi insomnio no es una sombra pasiva, ahora me está persiguiendo.

Siempre he pensado que las depresiones clínicas no existen, que la motivación puede con todo, que la filantropía tiene como himno Waving Flag cuando nos une una misma pasión. Que la salvación se encuentra en la Teoría del reforzamiento... Pero no basta con querer salvarse, hay que saber protegerse. Protegerse de uno mismo. El malandro del kiosco te puede quitar el BlackBerry y tú te dejas (aunque para ti, ese teléfono era una extensión de tus manos) pero quién dijo que los crímenes materiales eran los más peligrosos. Es mentira. El choro más peligroso es uno mismo. Sin darnos cuenta, nos vamos quitando todo lo que nos compone cuando caemos en la misantropía y en la impotencia, ante un mundo dormido e inmutable. La motivación se agota y con eso llega la entrega al vacío o el deseo desesperado de caer en uno. Ahí es cuando saltas de tu cama y te das cuenta que hasta en sueños evitamos desvanecernos, que no queremos dejarnos caer incluso en el subconsciente.

Antes no creía en las depresiones clínicas, después creí y luego solo entendí que existen pero no son eternas. Ninguna dura para siempre. Hay, entonces, salvación. No estoy segura de la protección, porque ocurre sin darnos cuenta, aunque esto es solo cuestión de agnósticos. Pero todas las personas que están deprimidas todavía tienen chance, siempre lo tendrán. Ninguno de nosotros posee la convicción de dejarse morir de esa manera; si tu vida está en trance, puedes caerte para despertar. Se trata de abrir los ojos y darte cuenta de que algo estaba realmente mal.

Mientras escribía esta entrada tuve una epifanía, una mera revelación de lo que me sucede. Puse mi vida en pausa, mientras todos los demás avanzan... Todo es producto de una creencia. Empecé a pensar que mi vida aquí culminó y le podré dar play en San José. Quizás es porque empezaré a luchar por una beca, por la supervivencia, por una nueva vida. Amé Venezuela demasiado, me gocé muchísimo ser hija de esta patria perdida pero ya ando nadando en lo patético, rebuscando razones para permanecer aquí. Ya todos tienen su vida amorosa que está echando pa'lante, las pruebas en la Carabobo, el carro nuevo y yo... No. Simplemente no, un no rotundo que indica que tengo el pasaje en avión para la segunda semana de Julio.

Ahora es cuestión de observación y preparación para las carencias futuras. A donde vaya seguiré luchando con las mismas maldiciones de toda la vida, pero la motivación de alcanzar mis metas me impulsarán más que cualquier santo. Es esa sensación donde la perdición es un espanto llanero y se encuentra a la vuelta de la esquina, por lo que te genera un miedo terrible. Más que ser acechada por el Silbón. Ciertamente escuchamos el silbido de la perdición a lo lejos cuando está cerca, es ese miedo común de perdernos en el camino... Pero todos esperamos reencontrarnos con nosotros mismos cientos de veces. 

Será un placer apretarme la mano y verme a mí misma cuantas veces sean necesarias para entender que el aprendizaje no es un objetivo, es parte de uno.

lunes, 21 de febrero de 2011

La Literatura Venezolana (Artículo periodístico - escolar)

La literatura hecha en Venezuela ha sido subestimada a través del tiempo, desvirtuando el arte en nuestra cara y los primeros causantes de semejante atrocidad somos nosotros: los venezolanos. Quizás este hecho se haya dado por factores que se han salido de control con el pasar de los años; trayendo autores extranjeros a nuestro país y eventualmente obligando a los venezolanos a adueñarse de versos ajenos porque sin poesía y estética no es posible vivir, por definición el arte conlleva la expresión del individuo. Es posible encontrar a cualquier ciudadano que haya leído poemas de Pablo Neruda o Mario Benedetti, ignorando sus raíces porque simplemente padece del triste desconocimiento. Si de autores venezolanos se tratara no van más allá de Aquiles Nazoa, Vicente Gerbasi o el maravilloso Rómulo Gallegos, cuyas obras representan por completo la creación de este territorio.


Esta nueva sección por ningún motivo busca desprestigiar a los genios literarios mencionados anteriormente, sino resaltar aquellos autores contemporáneos que de manera fantástica y sin recibir el reconocimiento adecuado, han definido el arte venezolano con el pasar de las décadas. Quizás la poesía venezolana no sea tan popular porque plasma el amor de manera tácita en versos melancólicos, a diferencia de otros autores latinoamericanos, que expresan directamente lo que sienten: lo común es leer estrofas románticas de un paisaje estético, sin abusar de las metáforas. La poesía venezolana conserva el misterio metafórico con el balance perfecto de un estado poético; así como la tristeza y la pérdida, ganándose el espacio oscuro que todos poseemos y no sabemos cómo expresarlo exactamente. He observado que realiza una descripción extensa de la situación, dejando que el ambiente guíe las emociones en vez del sujeto. Desde un inicio la literatura venezolana impulsa al paisaje a cobrar vida, en todos los géneros. La narrativa reciente, combina el patriotismo y las situaciones del día a día con un aire jocoso que brinda un texto entretenido. Definitivamente tiene muchísimo por ofrecer y es por esto que este nuevo espacio existe, servirá como puente entre los lectores y los escritores patrios. Poetas y narradores como Luis Alberto Crespo, Teófilo Tortolero, Víctor Valera Mora, Eugenio Montejo, Alejandro Oliveros, Miyó Vestrini, Reynaldo Pérez So, Rafael Cadenas y José Rafael  Pocaterra, Salvador Garmendia, Arturo Úslar Pietri, Francisco Massiani, Eduardo Liendo, Milagros Socorro, entre otros; no deben ser condenados al olvido. Si no apreciamos lo propio, jamás entenderemos el valor identitario de la buena letra hecha en casa.

sábado, 12 de febrero de 2011

Cacotanasia

Mordía el lápiz con sed de justicia, masticando el borrador despiadadamente como si se tratara de la vida misma, quería acabar con la falsa creencia de que los errores pueden desaparecer. Murmuraba constantemente, convenciéndose de lo equivocado y pensando que jamás le enseñaría tal cosa a sus querubines ficticios. Besó el cigarro de nuevo y aspiró el rechazo, finalmente decidiendo estrellar el vicio contra la antigüedad de una mesa mientras expiraba el último aliento de la única cosa que parecía quererla. Decidió entonces apuñalar su mano para asesinar a la creación misma, su obra maestra se hallaba en la punta del lapicero, de esos que nunca se equivocan y siguen a la convicción propia. 

Tomó la hoja en blanco y rápidamente cortó los dedos que alguna vez trazaron literatura sobre el pecho imaginario. Jugó con la prosa y cantó con la lírica, escribió centenares de epístolas  sin destino, acostumbrándose una vez más a ser la ceniza abandonada. Había sido desechada por todos y dormía para dejar de sentir, ya no servía para aquello. Devoró las uñas que tendían a magullar a los amantes, el recuerdo más amargo le advertía todo el tiempo que aferrarse a una espalda no la harían conquistar nada, ya no tenía reino. Las paredes le susurraban, el grafito incrustado estaba harto de su esencia y la mesa tambaleaba lejos, recorriendo las distancias más largas del mundo justo ahora más que nunca. Abrió un libro, drogándose lentamente con poesía y versos ajenos, adueñándose de las estrofas a la fuerza: las sílabas métricas tendían a huir para negarle amores pasajeros.

Por más que intentaba desaparecer, los sueños le resultaban esquivos.  Con frecuencia moría entre  párrafos, tratando de acoplar palabras estéticas para salvarse la vida. Hoy la palabra era una extraña y ella era un mero intruso en el mundo caníbal de las letras. Tomó el lapicero para escribirse, inventarse, terminarse, sentirse,  crearse, vivirse y matarse como si fuera la primera vez. Cavó en su pecho los discursos inconclusos, entregándose al acto final de su obra maestra.

Este cuento es dedicado a mi locura, me está fastidiando bastante últimamente.

lunes, 31 de enero de 2011

Hoy sale escribir que no sale nada

Tomó la pluma y apuñaló ferozmente la poesía abandonada, aquella hoja en blanco que nadie quiso convertir en literatura. Ella no vino a plasmarse, él tampoco tenía ganas de reinventarla y terminó siendo un convenio de ruptura. Tenía tantas cosas que decir y terminó comprendiendo que jamás pronunciaría lo que su corazón dictaba; no era una cuestión literaria, simplemente una epifanía científica. El cerebro procesaba el lenguaje y en asuntos del corazón, la cabeza nunca es bienvenida. Tragó aire y ahogó la media vuelta que tendía a dar, no miró de nuevo la hoja en blanco y cerró sus ojos para irse al supermercado o algún sitio que solicitara palabras, así sacándosela del alma por siempre.

Carta del lunes

lunes, 17 de octubre de 2011 · 0 comentarios


Dos días. Te doy dos días para que regreses y comiences a hablarme del romancero, de Massiani, de las calles y sus respectivos agujeros. Dos días. Te permito quitarme las metáforas y despojarme de los adornos si en dos días vuelves.  Si aparecieras con inflorescencias y me informaras que ya no amanece sin mí, si llegaras con un cachorro retriever de familias perfectas constituidas en desengaño y traes tus herramientas machistas para construir una cerca albina; ojalá nos separe del mundano concepto amoroso que manejan los demás. Dos días. Tienes dos días sin segundos ni minutos, para hacerme saber que dejaste de notar el paso del tiempo y su latente acoso porque no estoy a tu lado. Dos días. Te burlarías, escribirías sátiras y revolucionarías el universo si pudieras, si vendieras la única idea válida sobre nosotros. Dos días. Cuarenta y ocho horas que te valen una mierda, porque en dos días ya es miércoles y despegarás al viejo mundo, ajeno a nuestra existencia. Dos días. 172800 segundos harán falta para resignarme y apartarme, mientras me tomará una vida entera arrancarme tu recuerdo.

Orión

· 0 comentarios

A Venezuela:

Miró una vez más hacia el cielo, resignado. Sabía que no lo vería y aun así conservaba el último aliento, quizás dejando al guardián de la noche protegiendo a su amada. No se atrevía a exhalar, no podría abandonarla. Al otro lado del mundo yacía su cuerpo desnudo, enredado entre sábanas, seduciendo las miradas ajenas del ventanal. Tiernos rasguños buscaban su cuerpo, se hallaba enredada entre tanta ausencia. Su soledad se había hecho hogar y ya no podía localizar las salidas. Tenía la garganta hecha pedazos, se ataba lazos al torso y a la nuca para sobrevivir al ahogo de su desamor, para pronunciar los llamados que terminaban en intentos fallidos. La de los ojos diáfanos se había entregado a la libertad del solitario, volaba en pasiones de otros y se otorgaba a la noche. Por su parte, no podía verla. La noche la envolvía como hacía con los pájaros y el encuentro se hacía imposible. Los cuerpos eran territorios que distaban demasiado de otros, las fronteras eran la línea sabia entre el querer y el estar.

Extrañaban ver en los ojos del otro la advertencia, el dulce tormento de la ruptura, el aviso del tiempo limitado; tendían a aferrarse nerviosamente a los momentos cuantificados. Lo más curioso era el descubrimiento, la terrible conclusión de que los recuerdos nunca lo olvidan a uno.  Se regalaban las ansias y las ganas, se intercambiaban los mordiscos ausentes, veían las manos repetidas en otros; finalmente entendiendo que estaban marcados de por vida. Sus besos, como el tatuaje perdurable, ni los roces más diligentes podrían borrar el impacto de los labios honestos sobre la piel.

Sumergido en las aguas profundas del pensamiento, no notó que la existencia se deslizaba entre sus dedos; se había hecho una costumbre procrastinar la despedida. Perdido, había desperdiciado el tiempo y ya no podría pronunciar el adiós inminente que solicitaba la distancia. Entendió, entonces, que el silencio siempre dirá más que todos los poemarios y epistolares del cosmos, siendo el más tácito de los regalos entre amantes que, como él, aprendieron a querer la pérdida y atesorarla como a las más eternas de las muertes.

Carta de amor contemporánea

· 0 comentarios

Un loco cincuentón se había enamorado de su ex esposa y la ciudad de Valencia estaba teñida de amores antiguos. Las alcantarillas humeaban y conspiraban con el viento, el perfume de tu cabello tocó mis dedos y no conoció la despedida. Usualmente no soy cobarde, tiendo a mirar a los ojos para ver el alma pero era de noche y tenía que mirar tus labios; se rozaban  para dejar escapar la melodía de tu voz, esa condena de discurso que terminó en mí. La palabra era la flecha certera para un músculo gastado, cansado de latir.

Me ofreciste la mitad de una naranja, pero mis manos solo habían presenciado la destrucción y tuve miedo de arruinar tu sorpresa. Si tomaba la fruta, se iba a podrir y yo terminaría como el domador de la nada, amo de la pérdida. Quise tener un Toronto en el bolsillo, porque en todo cliché había un pedacito de verdad. Solo cargaba un bolígrafo que en horas anteriores había manchado el pantalón, de todas formas no te importó si no estaba a la moda porque tú solo discutías la relatividad del tiempo y la existencia. Decías que querías carros voladores, el final de las revoluciones ficticias y las promesas del producto de una raza noble.

Con el tiempo comencé a canonizarte, te mitifiqué a mi gusto y construí a la pareja perfecta porque esa es la costumbre. La alcaldía comenzó a tapar los huecos de la calle, mi vecina chismosa arregló los postes de luz tras años de disputas y la ciudad estaba en fuego, brillando para ti. Parecía que todas las calles del centro iban en subida, tratando de alcanzar el cielo. Tarareaba vallenatos en las camioneticas y me burlaba de la bachata matutina en el bus, incluso saltaba en vez de caminar, llegué a ver magia en los charcos de aguas negras; vergonzoso es admitir que intenté fotografiarte junto a los muros coloniales, desechos por los estragos del tiempo y el descuido.  En las tardes yo solo trazaba tu risa en el aire, aquella que escuché la segunda vez que hablamos por un teléfono público y te juro que se había convertido en cabina pintada de amor, ambos estábamos en las calles fantasiosas del viejo mundo, aquel continente inalcanzable para los dos.

Extraño los días apocalípticos, el hedonismo griego que se apoderó de la sociedad una vez más, las fechas estafadoras; la gente vivía como si los iban a matar en la esquina. Por suerte, yo vivía en una manzana, era una circunferencia indestructible. O así se sentía la invencibilidad que me otorgaba tu aprecio.

Tengo que confesar que no he vuelto a tu tumba, porque me cansé de llevarte flores que nunca te gustaron. Hoy te cuento que los carteles eran parte de una campaña política y el veintiuno de Diciembre nadie murió. La evolución sigue retrocediendo, sé que estarías en el estado de decepción en el que yo me encuentro. Todas las compañías gringas se han ido, ya que hay una nueva moda (aunque sé que jamás te ha importado): bellum omnes contra omnes.

Ya han matado a todos los que frecuentábamos, se esfumaron con la pólvora de un ideal autodestructivo. Lamento traerte malas noticias de esta manera, pero no encontré otra. La vieja chismosa falleció también y las calles ahora son de tierra. Valencia ya no brilla, en el centro nadie camina, los árabes dejaron de vender electrodomésticos y las frutas secas que se adueñaron de nuestras meriendas. Creo que me cansé de esperar por ti, ya mis suicidios románticos han mutado en verdades absolutas.

Me mataron ayer y todavía no te he visto. Te busqué en la calle Olvido y la oscuridad me asustó un poquito. Estoy perdiendo la esperanza, no quiero ser de esos espantos llaneros. Amor, tengo mucha paciencia pero debes considerar que la historia enseña y se esconde en libros… Si Venezuela fuera una gran estirpe, nunca tendríamos la oportunidad de conocernos una vez más.

Naturaleza muerta

· 0 comentarios

La tierra crujía bajo sus extremidades, se liberaba una vez más de la condena otorgada por el supuesto destino bajo el secreto de la eterna luna.  Sentía cada una de sus células respirar y quemar cada molécula, su cuerpo estaba en llamas nuevamente. Muriendo de amor, sentía su vida deslizarse por los capilares desgastados que nunca podrían ser interpretados como venas, el discurso fallido lo paralizaba en su sitio cientos de veces. Podía moverse, podía gritar, podía llorar y protegerla, pero no le alcanzaban las agallas para desplazarse y alcanzarla.

Se asomaba todas las noches por su ventana, la vitalidad del equinoccio lo hacía sucumbir ante sus encantos en el momento que sus verdes ojos rozaban la ventana y un rasguño accidental lograba despertarla como había hecho tantas veces. Ser torpe era parte de su naturaleza, y cómo iba a negarla si definía por completo una relación como aquella. Sin embargo, el refugio de tantas soledades no sabía expresar el amor, no sabía columpiar una amargura, no sabía elegir entre la catástrofe o la calma; en su desesperación, anhelaba ambas.

Tendía a morir, como lo hacían cientos de amantes al despertar y mirar a su lado la nada de las desventuras. Pero el sol comenzaba a quemar sus sienes, acosando su piel morena, inevitablemente forzando otro ciclo de su vida, obligándolo a trabajar para seres indiferentes. Nadie podía comprender el dolor de su servidor, de una vida cargada de cobardía, tragedias, sombras, maltrato y el abandono de una familia mutilada por los estragos de la evolución.

La luz del mediodía anunciaba la bienvenida, el sacrificio de todos los meses. Era más de lo que podía aguantar su inmóvil cuerpo, su inmutable alma. Suspiró al viento, resignado, y renunció al abrazo eterno de un pobre árbol que acogería a todas las que jamás serían ella. 

Divagando hasta la Iluminación

domingo, 10 de abril de 2011 · 0 comentarios

Hoy me siento distinta. Mi corazón fue excretado a mi torrente sanguíneo y viajó bastante, se filtró por algún tejido y apareció en mi estómago, latiendo fuertemente. Tengo el corazón en el estómago y no es un eufemismo, no quiero que me cocine ningún hombre. Estoy diciendo que tengo el corazón en el estómago porque hay un sentimiento de culpa que no puedo desaparecer ni con los borradores de los bolígrafos, que hasta al hampa venezolana pueden tumbar. La culpa es una emoción adquirida, es decir, tú me hiciste esto. Podría saberme al mismísimo casabe si hiero tus sentimientos o no, pero estoy atada a ti, de todas las formas menos una. Y creo que es la menos relevante en esta historia.

Me gusta(s). Pero no es eso lo que me pasa, mi depresión recurrente no se trata de este compromiso ficticio que decidió salir al aire. Hoy desperté inmóvil. Tenía mucha sed y dolor de huesos, conseguí levantarme aunque me pesara la existencia como en los días nublados, parecía que estuviese subiendo un páramo. Tomé Té Listo, que aunque nadie lo admita, es la representación güarapera del Nestea. Me sentí miserable todo el día, recordé a Mauricio y nuestras interminables charlas, justificando la intensidad de los domingos. Me odié a mí misma, como siempre, la verdad es que tiendo a ser muy rutinaria. Todos tenemos nuestros daddy issues y hoy me sentí asqueada por la forma en la que fingías que todo estaba bien. Nada está bien. Es hipócrita de mi parte reclamarte por eso, yo lo hago todos los días de 8 de la mañana a 3 de la tarde. Aporto lo que queda de mí, sobrevivo sin vivir.

La verdad es que no estoy acostumbrada a tomar, no alivio las penas con el alcohol, yo solo duermo el dolor. El problema es que ya no duermo. Duermo lo suficiente cuando caigo inconsciente y luego despierto al transcurrir poco tiempo, es una maldición que me está siguiendo desde que empecé a leer filosofía. Ahora se han ido mis libros y ando pelando bolas, por lo que no puedo leer lo que quiero. Entonces mi insomnio no es una sombra pasiva, ahora me está persiguiendo.

Siempre he pensado que las depresiones clínicas no existen, que la motivación puede con todo, que la filantropía tiene como himno Waving Flag cuando nos une una misma pasión. Que la salvación se encuentra en la Teoría del reforzamiento... Pero no basta con querer salvarse, hay que saber protegerse. Protegerse de uno mismo. El malandro del kiosco te puede quitar el BlackBerry y tú te dejas (aunque para ti, ese teléfono era una extensión de tus manos) pero quién dijo que los crímenes materiales eran los más peligrosos. Es mentira. El choro más peligroso es uno mismo. Sin darnos cuenta, nos vamos quitando todo lo que nos compone cuando caemos en la misantropía y en la impotencia, ante un mundo dormido e inmutable. La motivación se agota y con eso llega la entrega al vacío o el deseo desesperado de caer en uno. Ahí es cuando saltas de tu cama y te das cuenta que hasta en sueños evitamos desvanecernos, que no queremos dejarnos caer incluso en el subconsciente.

Antes no creía en las depresiones clínicas, después creí y luego solo entendí que existen pero no son eternas. Ninguna dura para siempre. Hay, entonces, salvación. No estoy segura de la protección, porque ocurre sin darnos cuenta, aunque esto es solo cuestión de agnósticos. Pero todas las personas que están deprimidas todavía tienen chance, siempre lo tendrán. Ninguno de nosotros posee la convicción de dejarse morir de esa manera; si tu vida está en trance, puedes caerte para despertar. Se trata de abrir los ojos y darte cuenta de que algo estaba realmente mal.

Mientras escribía esta entrada tuve una epifanía, una mera revelación de lo que me sucede. Puse mi vida en pausa, mientras todos los demás avanzan... Todo es producto de una creencia. Empecé a pensar que mi vida aquí culminó y le podré dar play en San José. Quizás es porque empezaré a luchar por una beca, por la supervivencia, por una nueva vida. Amé Venezuela demasiado, me gocé muchísimo ser hija de esta patria perdida pero ya ando nadando en lo patético, rebuscando razones para permanecer aquí. Ya todos tienen su vida amorosa que está echando pa'lante, las pruebas en la Carabobo, el carro nuevo y yo... No. Simplemente no, un no rotundo que indica que tengo el pasaje en avión para la segunda semana de Julio.

Ahora es cuestión de observación y preparación para las carencias futuras. A donde vaya seguiré luchando con las mismas maldiciones de toda la vida, pero la motivación de alcanzar mis metas me impulsarán más que cualquier santo. Es esa sensación donde la perdición es un espanto llanero y se encuentra a la vuelta de la esquina, por lo que te genera un miedo terrible. Más que ser acechada por el Silbón. Ciertamente escuchamos el silbido de la perdición a lo lejos cuando está cerca, es ese miedo común de perdernos en el camino... Pero todos esperamos reencontrarnos con nosotros mismos cientos de veces. 

Será un placer apretarme la mano y verme a mí misma cuantas veces sean necesarias para entender que el aprendizaje no es un objetivo, es parte de uno.

La Literatura Venezolana (Artículo periodístico - escolar)

lunes, 21 de febrero de 2011 · 0 comentarios

La literatura hecha en Venezuela ha sido subestimada a través del tiempo, desvirtuando el arte en nuestra cara y los primeros causantes de semejante atrocidad somos nosotros: los venezolanos. Quizás este hecho se haya dado por factores que se han salido de control con el pasar de los años; trayendo autores extranjeros a nuestro país y eventualmente obligando a los venezolanos a adueñarse de versos ajenos porque sin poesía y estética no es posible vivir, por definición el arte conlleva la expresión del individuo. Es posible encontrar a cualquier ciudadano que haya leído poemas de Pablo Neruda o Mario Benedetti, ignorando sus raíces porque simplemente padece del triste desconocimiento. Si de autores venezolanos se tratara no van más allá de Aquiles Nazoa, Vicente Gerbasi o el maravilloso Rómulo Gallegos, cuyas obras representan por completo la creación de este territorio.


Esta nueva sección por ningún motivo busca desprestigiar a los genios literarios mencionados anteriormente, sino resaltar aquellos autores contemporáneos que de manera fantástica y sin recibir el reconocimiento adecuado, han definido el arte venezolano con el pasar de las décadas. Quizás la poesía venezolana no sea tan popular porque plasma el amor de manera tácita en versos melancólicos, a diferencia de otros autores latinoamericanos, que expresan directamente lo que sienten: lo común es leer estrofas románticas de un paisaje estético, sin abusar de las metáforas. La poesía venezolana conserva el misterio metafórico con el balance perfecto de un estado poético; así como la tristeza y la pérdida, ganándose el espacio oscuro que todos poseemos y no sabemos cómo expresarlo exactamente. He observado que realiza una descripción extensa de la situación, dejando que el ambiente guíe las emociones en vez del sujeto. Desde un inicio la literatura venezolana impulsa al paisaje a cobrar vida, en todos los géneros. La narrativa reciente, combina el patriotismo y las situaciones del día a día con un aire jocoso que brinda un texto entretenido. Definitivamente tiene muchísimo por ofrecer y es por esto que este nuevo espacio existe, servirá como puente entre los lectores y los escritores patrios. Poetas y narradores como Luis Alberto Crespo, Teófilo Tortolero, Víctor Valera Mora, Eugenio Montejo, Alejandro Oliveros, Miyó Vestrini, Reynaldo Pérez So, Rafael Cadenas y José Rafael  Pocaterra, Salvador Garmendia, Arturo Úslar Pietri, Francisco Massiani, Eduardo Liendo, Milagros Socorro, entre otros; no deben ser condenados al olvido. Si no apreciamos lo propio, jamás entenderemos el valor identitario de la buena letra hecha en casa.

Cacotanasia

sábado, 12 de febrero de 2011 · 1 comentarios

Mordía el lápiz con sed de justicia, masticando el borrador despiadadamente como si se tratara de la vida misma, quería acabar con la falsa creencia de que los errores pueden desaparecer. Murmuraba constantemente, convenciéndose de lo equivocado y pensando que jamás le enseñaría tal cosa a sus querubines ficticios. Besó el cigarro de nuevo y aspiró el rechazo, finalmente decidiendo estrellar el vicio contra la antigüedad de una mesa mientras expiraba el último aliento de la única cosa que parecía quererla. Decidió entonces apuñalar su mano para asesinar a la creación misma, su obra maestra se hallaba en la punta del lapicero, de esos que nunca se equivocan y siguen a la convicción propia. 

Tomó la hoja en blanco y rápidamente cortó los dedos que alguna vez trazaron literatura sobre el pecho imaginario. Jugó con la prosa y cantó con la lírica, escribió centenares de epístolas  sin destino, acostumbrándose una vez más a ser la ceniza abandonada. Había sido desechada por todos y dormía para dejar de sentir, ya no servía para aquello. Devoró las uñas que tendían a magullar a los amantes, el recuerdo más amargo le advertía todo el tiempo que aferrarse a una espalda no la harían conquistar nada, ya no tenía reino. Las paredes le susurraban, el grafito incrustado estaba harto de su esencia y la mesa tambaleaba lejos, recorriendo las distancias más largas del mundo justo ahora más que nunca. Abrió un libro, drogándose lentamente con poesía y versos ajenos, adueñándose de las estrofas a la fuerza: las sílabas métricas tendían a huir para negarle amores pasajeros.

Por más que intentaba desaparecer, los sueños le resultaban esquivos.  Con frecuencia moría entre  párrafos, tratando de acoplar palabras estéticas para salvarse la vida. Hoy la palabra era una extraña y ella era un mero intruso en el mundo caníbal de las letras. Tomó el lapicero para escribirse, inventarse, terminarse, sentirse,  crearse, vivirse y matarse como si fuera la primera vez. Cavó en su pecho los discursos inconclusos, entregándose al acto final de su obra maestra.

Este cuento es dedicado a mi locura, me está fastidiando bastante últimamente.

Hoy sale escribir que no sale nada

lunes, 31 de enero de 2011 · 0 comentarios

Tomó la pluma y apuñaló ferozmente la poesía abandonada, aquella hoja en blanco que nadie quiso convertir en literatura. Ella no vino a plasmarse, él tampoco tenía ganas de reinventarla y terminó siendo un convenio de ruptura. Tenía tantas cosas que decir y terminó comprendiendo que jamás pronunciaría lo que su corazón dictaba; no era una cuestión literaria, simplemente una epifanía científica. El cerebro procesaba el lenguaje y en asuntos del corazón, la cabeza nunca es bienvenida. Tragó aire y ahogó la media vuelta que tendía a dar, no miró de nuevo la hoja en blanco y cerró sus ojos para irse al supermercado o algún sitio que solicitara palabras, así sacándosela del alma por siempre.