sábado, 12 de febrero de 2011

Cacotanasia

Mordía el lápiz con sed de justicia, masticando el borrador despiadadamente como si se tratara de la vida misma, quería acabar con la falsa creencia de que los errores pueden desaparecer. Murmuraba constantemente, convenciéndose de lo equivocado y pensando que jamás le enseñaría tal cosa a sus querubines ficticios. Besó el cigarro de nuevo y aspiró el rechazo, finalmente decidiendo estrellar el vicio contra la antigüedad de una mesa mientras expiraba el último aliento de la única cosa que parecía quererla. Decidió entonces apuñalar su mano para asesinar a la creación misma, su obra maestra se hallaba en la punta del lapicero, de esos que nunca se equivocan y siguen a la convicción propia. 

Tomó la hoja en blanco y rápidamente cortó los dedos que alguna vez trazaron literatura sobre el pecho imaginario. Jugó con la prosa y cantó con la lírica, escribió centenares de epístolas  sin destino, acostumbrándose una vez más a ser la ceniza abandonada. Había sido desechada por todos y dormía para dejar de sentir, ya no servía para aquello. Devoró las uñas que tendían a magullar a los amantes, el recuerdo más amargo le advertía todo el tiempo que aferrarse a una espalda no la harían conquistar nada, ya no tenía reino. Las paredes le susurraban, el grafito incrustado estaba harto de su esencia y la mesa tambaleaba lejos, recorriendo las distancias más largas del mundo justo ahora más que nunca. Abrió un libro, drogándose lentamente con poesía y versos ajenos, adueñándose de las estrofas a la fuerza: las sílabas métricas tendían a huir para negarle amores pasajeros.

Por más que intentaba desaparecer, los sueños le resultaban esquivos.  Con frecuencia moría entre  párrafos, tratando de acoplar palabras estéticas para salvarse la vida. Hoy la palabra era una extraña y ella era un mero intruso en el mundo caníbal de las letras. Tomó el lapicero para escribirse, inventarse, terminarse, sentirse,  crearse, vivirse y matarse como si fuera la primera vez. Cavó en su pecho los discursos inconclusos, entregándose al acto final de su obra maestra.

Este cuento es dedicado a mi locura, me está fastidiando bastante últimamente.

1 comentarios:

DINOBAT dijo...

La locura es un amigo insaciable!!!!

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Cacotanasia

sábado, 12 de febrero de 2011 ·

Mordía el lápiz con sed de justicia, masticando el borrador despiadadamente como si se tratara de la vida misma, quería acabar con la falsa creencia de que los errores pueden desaparecer. Murmuraba constantemente, convenciéndose de lo equivocado y pensando que jamás le enseñaría tal cosa a sus querubines ficticios. Besó el cigarro de nuevo y aspiró el rechazo, finalmente decidiendo estrellar el vicio contra la antigüedad de una mesa mientras expiraba el último aliento de la única cosa que parecía quererla. Decidió entonces apuñalar su mano para asesinar a la creación misma, su obra maestra se hallaba en la punta del lapicero, de esos que nunca se equivocan y siguen a la convicción propia. 

Tomó la hoja en blanco y rápidamente cortó los dedos que alguna vez trazaron literatura sobre el pecho imaginario. Jugó con la prosa y cantó con la lírica, escribió centenares de epístolas  sin destino, acostumbrándose una vez más a ser la ceniza abandonada. Había sido desechada por todos y dormía para dejar de sentir, ya no servía para aquello. Devoró las uñas que tendían a magullar a los amantes, el recuerdo más amargo le advertía todo el tiempo que aferrarse a una espalda no la harían conquistar nada, ya no tenía reino. Las paredes le susurraban, el grafito incrustado estaba harto de su esencia y la mesa tambaleaba lejos, recorriendo las distancias más largas del mundo justo ahora más que nunca. Abrió un libro, drogándose lentamente con poesía y versos ajenos, adueñándose de las estrofas a la fuerza: las sílabas métricas tendían a huir para negarle amores pasajeros.

Por más que intentaba desaparecer, los sueños le resultaban esquivos.  Con frecuencia moría entre  párrafos, tratando de acoplar palabras estéticas para salvarse la vida. Hoy la palabra era una extraña y ella era un mero intruso en el mundo caníbal de las letras. Tomó el lapicero para escribirse, inventarse, terminarse, sentirse,  crearse, vivirse y matarse como si fuera la primera vez. Cavó en su pecho los discursos inconclusos, entregándose al acto final de su obra maestra.

Este cuento es dedicado a mi locura, me está fastidiando bastante últimamente.

1 comentarios:

DINOBAT dijo...
24 de marzo de 2011, 8:08  

La locura es un amigo insaciable!!!!