domingo, 12 de mayo de 2013

Mudar la piel

A mi familia matriarcal de Tiquicia: Karla Solano, Gabriela Zumbado y Mariana Zumbado.

La mujer amaneció odiando todos los rincones, todos los espacios, todos los pedazos; se despertó con la terrible conciencia de saberse finita. Fue sacudida por la presencia del cosmos plegada a su ser y su no ser, plasmado en cada bloque; cada célula era un evento que se hacía parte de ella, de cada curva, cada línea del cuerpo interminable. Exhaló un suspiro hastiado, cargado de sueños incompletos. La mujer intentaba arduamente soñar con aquello que pensaba antes de irse a dormir, quería replicar la fantasía diurna; debajo de su almohada yacían todas las esperanzas, rabietas, mordiscos y lágrimas. La mujer dormía boca abajo para sentir la presión del deseo sobre su cabeza sin tener que verla. Esa mañana, con el hocico aplastado contra las arrugas de la sábana, la almohada era más difícil de remover. El mundo tenía un peso inamovible, se trazaba sobre una circunferencia de tragedia infinita; ella solo quería bajarse en la esquina. Gritó. Contra los brazos del amante invisible pataleó. Volvió a gritar.

La mujer vociferaba excusas para acabar con el hilo y el discurso. Estaba enredada en listones blancos, solemnes lazos que la ataban a su cama. Era irreconocibles cenizas, un esbozo de su existencia. Parecía haberse convertido en tan solo el boceto de esa mujer. Quería rasgar el papel, destruir por completo esa idea interrumpida que todos se habían hecho de ella. La destrucción se sabía como otra forma de creación, el cataclismo de su totalidad era necesario para la catarsis del alma; con un abrupto giro ya se encontraba en el medio del colchón, abierta, esperando. La soledad se hallaba en la caída y la elevación cansada del pecho desnudo.

Comenzó resbalando sus yemas a lo largo de su abdomen, oprimiendo la piel abultada. Sus dedos trazaron el contorno de sus caderas, la hendidura inocente que precedía a sus hinchados muslos. Calentó sus manos entre sus piernas. La mujer se sentía dueña de cada uno de sus pétalos, queridos o no. Escurrió una garra y apretó una de sus nalgas, patinando hacia sus piernas. Clavó sus uñas en sus sesgados senos, el filo de sus uñas cortaba lentamente el pezón cargado de besos agrestes. Le tomó horas. Mordió sus dedos y capturó entre dientes un tajo de su pellejo. Tiró de él violentamente, desnudando sus manos. No desistió hasta desvestir sus brazos. Arrancó la cáscara de sus muslos, hasta sentir que su cuerpo se sostenía sobre sus breves tobillos. Hundió sus uñas en el abismo del ombligo, rasgando cada una de sus partes usadas. Veintitrés mariposas se habían escondido en su corteza y en un instante batieron las alas teñidas de vino para no regresar jamás.

Cada recuerdo ausente flotaba en el aire como una partícula del polvo, danzando con el sol; había cierta gracia en la despedida de lo indeseable. La mujer se hallaba desnuda, abierta, esperando y ahora completamente erguida. En carne viva, más viva que nunca.

Mudar la piel

domingo, 12 de mayo de 2013 · 0 comentarios

A mi familia matriarcal de Tiquicia: Karla Solano, Gabriela Zumbado y Mariana Zumbado.

La mujer amaneció odiando todos los rincones, todos los espacios, todos los pedazos; se despertó con la terrible conciencia de saberse finita. Fue sacudida por la presencia del cosmos plegada a su ser y su no ser, plasmado en cada bloque; cada célula era un evento que se hacía parte de ella, de cada curva, cada línea del cuerpo interminable. Exhaló un suspiro hastiado, cargado de sueños incompletos. La mujer intentaba arduamente soñar con aquello que pensaba antes de irse a dormir, quería replicar la fantasía diurna; debajo de su almohada yacían todas las esperanzas, rabietas, mordiscos y lágrimas. La mujer dormía boca abajo para sentir la presión del deseo sobre su cabeza sin tener que verla. Esa mañana, con el hocico aplastado contra las arrugas de la sábana, la almohada era más difícil de remover. El mundo tenía un peso inamovible, se trazaba sobre una circunferencia de tragedia infinita; ella solo quería bajarse en la esquina. Gritó. Contra los brazos del amante invisible pataleó. Volvió a gritar.

La mujer vociferaba excusas para acabar con el hilo y el discurso. Estaba enredada en listones blancos, solemnes lazos que la ataban a su cama. Era irreconocibles cenizas, un esbozo de su existencia. Parecía haberse convertido en tan solo el boceto de esa mujer. Quería rasgar el papel, destruir por completo esa idea interrumpida que todos se habían hecho de ella. La destrucción se sabía como otra forma de creación, el cataclismo de su totalidad era necesario para la catarsis del alma; con un abrupto giro ya se encontraba en el medio del colchón, abierta, esperando. La soledad se hallaba en la caída y la elevación cansada del pecho desnudo.

Comenzó resbalando sus yemas a lo largo de su abdomen, oprimiendo la piel abultada. Sus dedos trazaron el contorno de sus caderas, la hendidura inocente que precedía a sus hinchados muslos. Calentó sus manos entre sus piernas. La mujer se sentía dueña de cada uno de sus pétalos, queridos o no. Escurrió una garra y apretó una de sus nalgas, patinando hacia sus piernas. Clavó sus uñas en sus sesgados senos, el filo de sus uñas cortaba lentamente el pezón cargado de besos agrestes. Le tomó horas. Mordió sus dedos y capturó entre dientes un tajo de su pellejo. Tiró de él violentamente, desnudando sus manos. No desistió hasta desvestir sus brazos. Arrancó la cáscara de sus muslos, hasta sentir que su cuerpo se sostenía sobre sus breves tobillos. Hundió sus uñas en el abismo del ombligo, rasgando cada una de sus partes usadas. Veintitrés mariposas se habían escondido en su corteza y en un instante batieron las alas teñidas de vino para no regresar jamás.

Cada recuerdo ausente flotaba en el aire como una partícula del polvo, danzando con el sol; había cierta gracia en la despedida de lo indeseable. La mujer se hallaba desnuda, abierta, esperando y ahora completamente erguida. En carne viva, más viva que nunca.