Hace dos años probé el cigarrillo. El humo, a pesar de ser
reconfortante, se fue por el camino viejo, como dicen porai. Me ahogué. Pero
como soy un ser humano y apelo al absurdo, no me rendí, seguí con mi terquedad
y volví a reclamar el aliento que enciende el fuego del yesquero. Estabas a mi
lado, te burlaste de mi torpeza y reclamabas quiescencia. No te iba a conceder
un carajo. Lo volví a intentar y me ahogué; quizás repetí la acción tres o
cuatro veces.
Cuando era un niño, creía que “fuego lento” se refería a
cigarro, yo vi en el cilindro la muerte de las llamas. Para mí tenía sentido.
Cuando fumaba, me estaba tragando el fuego y tenía sentido. Yo exhalaba la
muerte de una flama, una última voluntad expirada. No aguanté tus carcajadas y desistí de mi empeño. Ya la
cabeza me dolía de tan solo pensar que quienes fuman asesinan, ex profeso, las
pasiones.
Hoy me despedí de ti y me entraron unas ganas terribles de
fumar.
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